Reseña audiovisual: Filmar el tiempo pasar – Lídice Varas

Filmar el tiempo pasar
José Luis Torres Leiva (1975)

 

En la calle, José Luis Torres Leiva (1975) es un ciudadano más. Es parecido a todos, no es más alto ni más bajo, no gesticula diferente ni camina a un ritmo particular. José Luis Torres Leiva se camufla y se pierde. Ningún gesto delata al director, uno de los más importantes de la generación del novísimo cine chileno, que entre cortometrajes, videoclips, experimentales, documentales y ficciones posee una filmografía que ya supera la quincena y el reconocimiento internacional. Por el contrario, Torres Leiva no hace ruido, se sabe tímido y quizás sea una virtud para un estilo visual que tiene su fuerza en la silenciosa contemplación.

No cabe duda que Torres Leiva ha construido una filmografía quitada de bulla, en el mejor sentido de la palabra. Me imagino que si le dieran a elegir un poder –como los superhéroes– no sería la velocidad o volar por los aires; Torres Leiva elegiría ser invisible, para filmar sin ser visto.

Lo curioso, es que de alguna manera lo ha logrado. La cámara de Torres Leiva no se entromete, se mimetiza en los lugares y en el ritmo del entorno, al punto que el relato deja de ser el de la cámara, sino el que el propio espectador, hipnotizado por el tiempo y la imagen, siente y ve. En Ningún lugar en ninguna parte (2004) es el barrio La Matriz de Valparaíso, la gente que camina, que aparece y desaparece del plano, tomándose su tiempo; los parroquianos de un bar o los turistas fotografiándose; escenas cotidianas que en otro tipo de cine serían la continuidad, el relleno que antecede a la acción; lo mismo pasa en El tiempo que se queda (2007), que retrata el día a día del hospital siquiátrico José Horwitz donde vemos el patio desde una ventana, gente caminar por los pasillos y retratos distantes de las personas que habitan el lugar.

Ambos documentales son variaciones de una misma idea: ¿qué sucedería si nos detenemos a ver?

Cada plano entrega más información de la que a simple vista aparece, a veces es una luz, o una sombra, o un sonido
inesperado; alguien que se cruza y nos devuelve al lugar; a veces también son los propios pensamientos, las divagaciones del espectador que comienza a mirar el otro sentido de las imágenes.

El ejercicio audiovisual que hace Torres Leiva resulta contradictorio, pero profundamente sensible a lo que el cine significa. Nos lleva a una sala oscura, para que sentados frente a la pantalla podamos observar con tiempo y detalle las elecciones visuales de otro, para que dentro de esas elecciones visuales, podamos enfocar las propias. De ahí el carácter hipnótico de sus películas: obligados a ver el péndulo moverse de un lado a otro, logramos ver detrás del péndulo.

No hay mucha diferencia en su trabajo de ficción. El mismo Torres Leiva reconoce que para él son dos géneros cinematográficos que aborda como si fueran parecidos. Desde la preciosa Obreras saliendo de la fábrica (2005) en el que vemos a cuatro mujeres trabajadoras que organizan un paseo a la playa a partir de 16 planos secuencia de situaciones tan cotidianas como compartir un cigarro o esperar afuera del trabajo o en El cielo, la tierra y la lluvia (2008) donde el paisaje, los árboles que se mueven o el sol que se cuela se transforman en otro personaje
más, igual de importante que las personas retratadas y que se acompañan sin necesidad de hablar.

 

Lídice Varas.