Iquique, la búsqueda de espacios para la cultura – Bernardo Guerrero J.

Desde fines del siglo XIX cuando se inaugura el teatro Municipal en la ciudad de Iquique, se instala en el imaginario colectivo la idea de que las artes y la cultura necesitan un lugar adecuado y digno para realizar sus labores.

Poco se sabe del lugar exacto, en la calle Bolívar, donde actúo la célebre Sarah Bernhardt. Y menos aún, las calles y los espacios, entre ellos de las mutuales, los ateneos, en los que el incipiente movimiento obrero se daba mañas para derrotar al capitalismo y sus secuelas como el alcoholismo y la delincuencia, a través de sus grupos como “Arte y Revolución”.

El teatro Municipal albergó las más variadas ofertas culturales. Desde las célebres conferencias de Belén de Sárraga, hasta algunos combates de boxeo que dicen se efectuaron, pasando por la exhibición de películas como Las monjas de Monza o El agente de Cipol, hasta llegar a las ceremonias de diciembre con las que los establecimientos escolares terminan el año académico, obras de teatro, en fin, todo ello indicaba cómo la ciudad carecía de lugares para mostrar lo que los artistas producen. Una de las razones porque se cerró el Municipal, fue por su uso indiscriminado para todo tipo de actividades. Nuestro teatro era el único lugar al que todos querían acceder, ya sea arriba o abajo del escenario.

Sin embargo, el mundo cultural se las ha arreglado para desarrollar actividades artísticas, con altibajos, eso sí, con claroscuros, por cierto. Podemos incluso afirmar que ha habido décadas en que una u otra manifestación ha predominado por sobre otras. En los años 20, la zarzuela era la invitada especial a la ciudad. Lo mismo sucedía con el tango. En los 90 fue el turno de la pintura y del teatro. Hoy, el arte contemporáneo golpea con su heterodoxa presencia. En los años 60, la museografía logró abrir una sala en la calle Baquedano. En los años 70, la política cultural de la Unidad Popular nos llenó de circo de Checoslovaquía y de la China, mientras que el folklore andino encontraban en el Quilapayún y en el Inti-Illimani su mejor expresión. Sofanor Tobar y Calatambo Albarracín ya habían sembrado la semilla de la andinidad musical en la capital. A fines de los años 60, los rockeros como los New Demons y Los Angelos, sin olvidar a Los Ralbepp, nos convertían en coléricos.

El golpe de Estado del 73, Pisagua y luego la Zofri instalaron un nuevo paisaje. El teatro Municipal se restauró por primera y única vez. Allí llegaban a tocar pianistas como Roberto Bravo y Los Tucu Tucu de Argentina. La otra cultura, la local, se expresaba en los tambos que organizaba la Universidad del Norte. Grupos como Los Pilcheros y bandas de bronces animaban las noches. No abrió más sus puertas cuando desde Antofagasta se dio la orden de cerrar la universidad. Se empezaron a ocupar las salas de los sindicatos, de sociedades de mutualistas y de clubes deportivos. El Palacio Astoreca representaba a la cultura oficial igual que el teatro Municipal. El Centro de Investigación de la Realidad del Norte, una ONG de ese entonces, fundación hoy, abrió espacios junto a otras instituciones como la Agrupación Cultural Tarapacá, para mostrar lo que no se podía exhibir.

Desde los años 90 a la actualidad, el panorama ha ido variando y complejizándose, aunque los temas de fondo siguen presentes: la carencia de espacios culturales. Han regresado a la ciudad, luego de pasar por la universidad, actores, cineastas, dramaturgos, performistas, etc., que reclaman un lugar propio para el desarrollo de sus propuestas. La tensión con los antiguos creadores es evidente.

En una ciudad globalizada las ofertas se multiplican. Los fondos concursables, siempre insuficientes, han ayudado a colorear el paisaje. Aunque hay que decirlo, la provincia tiene una vocación evidente por los temas del patrimonio y de la identidad, en desmedro de otras manifestaciones.

Las experiencias de la Fundación Crear y de Nomadesert (conversatorios) han ayudado a transitar por ese ancho pasillo que está entre la Universidad y los organismos oficiales. La Casa de la Cultura de Collahuasi, que ha ejecutado un buen papel, carece, sin embargo, de una política editorial para el uso de sus instalaciones. El Palacio Astoreca es más generoso, a pesar de sus limitaciones (fue pensado como casa habitación). El así llamado arte contemporáneo ha logrado, a regañadientes de cierta comunidad artística local, imponer sus términos. El teatro Municipal sigue cerrado desde hace ya varios años. En una calle de un barrio popular, ex deportistas han levantado un museo nada de ortodoxo, el del boxeo, donde el Tani Loayza y tantos otros recrean la nostalgia de una época marcada por el campeonismo.

Además de carecer de lugares, los artistas no tienen una estrategia para socializar sus labores. No tienen políticas de comunicación, ni organismos que los agrupen. A la prensa parece no importarle mucho su labor. El mundo virtual es una herramienta que no la utilizan de un modo adecuado. Alto Hospicio tiene un centro cultural potente, pero posee recursos económicos exiguos como para solventar una parrilla de actividades durante el año. El Consejo de la Cultura y las Artes sigue divorciado de los artistas. En muchos de los casos es solamente un buzón.

Iquique es una provincia en la que el dinero se nota que fluye. Las empresas mineras ponen temas en la agenda cultural, pero alejados de la realidad, y a menudo, trayendo gente de la capital. El uso de la Ley Valdés es más bien discreto. Incluso los mismos artistas ignoran su funcionamiento.

Pero no hay que pensar que la existencia de nuevos espacios, en forma automática produciría efectos sobre la calidad de la oferta cultural. Uno de los grandes problemas de la actividad cultural en la ciudad es la inexistencia de una audiencia activa y sobre todo de una crítica cultural seria, rigurosa y que se mueva más allá de las simpatías o antipatías con los creadores.

Iquique define buena parte de su identidad por la figura de su teatro Municipal. Recuperarlo y abrir sus puertas es el desafío de esta ciudad alegre y bullanguera.

 

 

Bernardo Guerrero J.[1]Sociólogo, Universidad Arturo Prat.

References
1 Sociólogo, Universidad Arturo Prat.