Editorial – Observatorio Cultural

En el artículo 27 inciso 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten. Al ser definida la cultura como un derecho, esta se transforma en una condición básica para reforzar y ampliar los espacios públicos y fortalecer a la sociedad civil y las comunidades. Es decir, se resiste a ser reducida y entendida solamente como un bien de consumo, como un servicio e, incluso, como productora de símbolos. Al ser declarada un derecho, a la cultura le corresponde definir y diseñar leyes, esto es, políticas culturales que permitan asegurar su emergencia, existencia y permanencia en la comunidad.

¿Cuál es la distancia entre una declaración y la puesta en práctica de la misma? ¿Qué obstáculos y problemas existen para que este proceso esté acorde con su espíritu?

En el proceso para hacer existir un principio hay un espacio donde orbitan ideas, conceptos, equipos, beneficiarios, programas, instrumentos, objetivos, recursos, papeles, etcétera. Es decir, una suerte de industria (para otros una caja negra o bien un organismo vivo) que persigue, desde múltiples formas, instalar el valor y los beneficios de la cultura en la comunidad. Uno de los desafíos de este proceso es la posibilidad de ser consistentes con las políticas culturales diseñadas. ¿De qué forma lo que hemos decidido (en concordancia con los principios declarados) puede ser construido en la realidad? Para ello es importante tener una relación cada vez más orgánica entre los involucrados, ampliar la participación, la colaboración y comunicación, canalizar las ideas, no temerle al debate, a los conceptos ni a los datos, actuar con desinterés y pensar a largo plazo, entre otras condiciones.

Observatorio Cultural espera contribuir en este proceso.