El coro de la tradición – Marisol García

Existe al menos una palabra que es casi imposible de encontrar en las conferencias y entrevistas de Violeta Parra. Es la palabra “artista”. Rara vez la chilena se refirió a ella misma como tal ni tampoco habló en esos términos de los otros creadores que admiraba. Tampoco parecía preocupada de insertar su trabajo en una escuela artística internacional, ni menos de asociar sus opiniones a la autoridad de una corriente de creación vigente. Su marco de referencia, incluso en ámbitos y géneros alejados de su propio oficio, no era el de un círculo de elegidos ni dotados por talentos alejados de la gente común.

Su rigor y su criterio la hacían en cambio hablar de sí misma como inserta en una dinámica de colectivo, y concentrar sus simbólicas reverencias en cantoras campesinas y “puetas” de un quehacer alejado de la urbe, de las dinámicas de promoción en radios y de cualquier tipo de prestigio público.

El arte para Violeta Parra era el de la raíz misma, sin jerarquías ni laureles, sin autoalabanzas ni señas de interpretación en clave; sin siquiera el interés de levantar algún vociferante manifiesto de la fundamental impronta que su trabajo dejaba en nuestra cultura.

“No soy más que una humilde cantora que apenas sí sabe hablar” (García, 2017, p. 90), le dice a la revista chilena Aquí Está en 1966, incluso cuando ya el grueso de su magnífica obra circula en discos, y se ha mostrado en vivo en Europa, y algunas de sus mejores canciones están compuestas y grabadas. “Yo interpreto y el público juzga.”

Hubo varios otros momentos de reafirmación de aquel sello autodefinido, que más que modestia era, en su caso, la decisión de ubicarse como parte de una continuidad, de una tradición colectiva. Acaso Violeta Parra se veía a sí misma como una eterna aprendiz. Su propia creación no era para ella obra aislada en su grandeza, sino el resultado de un diálogo e intercambio con otras muchas voces, mezcladas en el tiempo y el origen, en la vida y en la muerte.

Violeta entendía que su asombro hacia la música y la poesía tradicional chilena iba inspirando en ella un desarrollo propio, que como tal podía aportar también a ese gran cauce con ideas, atrevimientos y fundamentales aportes de divulgación. Pero por mucho que esa lectura fuese, en su caso, muy osada, nunca se permitió transgredir la jerarquía que a sus ojos era evidente: por encima, el coro de todos, por debajo, su única voz.

 

Las palabras de Violeta Parra son una medida fiable para una valoración de su trabajo, sin añadidos ni reducciones de intermediarios. Las que pueden conocerse hoy están en los tres libros escritos por ella —Poésie populaire des Andes, Cantos folklóricos chilenos y Décimas autobiográficas—, en las clases a su cargo de las que quedó registro, en las grabaciones de sus encuentros con cantores en la región de La Araucanía (descritas y analizadas en Violeta Parra en el Wallmapu de Elisa Loncon, Paula Miranda y Allison Ramay) y en sus entrevistas con diarios, revistas y radios (catorce de las cuales han sido recopiladas en el libro Violeta Parra en sus palabras).

Están, también, muchas de sus cartas, ordenadas por su hija Isabel en El Libro Mayor de Violeta Parra. Y está la voz en monólogo que ella misma decidió incluir en algunas de sus publicaciones discográficas. “Cuando me iba a imaginar yo que, al salir a recopilar mi primera canción un día del año 53 a la Comuna de Barrancas, iba a aprender que Chile es el mejor libro de folclor que se haya escrito”, dice la autora e investigadora en la mitad de su disco de 1959, La cueca presentada por Violeta Parra. En ese LP para el sello Odeón incluyó principalmente cuecas recogidas los dos años previos en la zona central, entre Santiago y Concepción, algunas de las cuales ella volvió populares, como “Adiós, que se va Segundo” y “La cueca del balance” (una cueca larga grabada junto a su hija Isabel).

“Una fuente folclórica de sabiduría”, asegura Violeta Parra que ha encontrado en el campo chileno, y es tal su entusiasmo por esa profunda cantera que no parece siquiera querer distraerse en la defensa de su propia obra autoral. No es que la niegue: es que la inserta en un todo mayor.

Apreciar el legado de Violeta Parra es por eso una tarea que queda incompleta si se la aborda puramente como la aproximación a una autora y su talento.

Más bien es una voz colectiva —muchas voces— la que en verdad acoge su canto, la que lo forma y a la cual esta se dirige. A la vez, se trata de una creación que se despliega como la tarea múltiple de quien se entendió a sí misma como recopiladora, aprendiz, divulgadora y creadora.

La hondura de su trabajo es, por lo tanto, no la que se enraíza en un solo tronco. Es la clave colectiva revelada en los versos finales de “Gracias a la vida”:

y el canto de ustedes que es el mismo canto
y el canto de todos que es mi propio canto.

“¿Qué es lo más importante de tu labor como creadora en 1966, Violeta Parra?”, le pregunta su amigo René Largo Farías en el encuentro de ambos frente a los micrófonos de radio Magallanes, el 1 de enero de 1967. Responde ella:

Mira, yo creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundirse, el fundir su trabajo en el contacto directo con el pueblo. Yo estoy muy contenta de haber llegado a un punto de mi trabajo en que ya ni siquiera quiero hacer tapicería, ni pintura ni poesía así suelta. Estoy contenta de haber podido levantar la Carpa y trabajar esta vez con elementos vivos, con el público cerquita mío; al cual yo puedo sentir, tocar, hablarle e incorporarlo a mi alma. La fusión del alma del artista con el público es lo que realmente a mi criterio, no sé si me equivoco, es lo que realmente vale en el trabajo de un artista (García, 2017, p. 113).

La voz de todos en su propia voz.

El genio de Violeta Parra no necesitó del aislamiento y la quietud de ambiente que ha definido a cientos de grandes creadores que consideran el retiro como el espacio más provechoso de producción. La nativa de San Carlos creció junto a nueve hermanos, y fue junto a ellos que se dieron sus andanzas infantiles entre el juego y la música.

Las primeras canciones de la tradición popular aprendidas en Malloa, de sus primas Aguilera, fueron un momento temprano de vital intercambio. Más tarde, el merodeo musical espontáneo siguió con presentaciones junto a Hilda y Roberto en mercados, cementerios y circos. Intruseando en carpas itinerantes, animándose a improvisar cantos y rasgueos. En sus manos de niños caían las primeras monedas en puestos, trenes, carpas o posadas.

“Mi primera expresión de actuación en público fue un día en que yo me di cuenta de que no había dinero para alimentarnos”, recuerda Violeta Parra en una nota de 1966 en El Mercurio. Y sigue:

Tomé mi guitarra (no tendría más de 11 años) y junto con mis hermanos menores salí a cantar al pueblo provista con una canasta. Cantamos en la calle y no recibíamos dinero, sino que alimentos y frutas. Pasamos gran parte del día fuera del hogar, y ya tarde volvimos con la canasta llena de comida para nuestra casa. Mi madre estaba muy preocupada y nos esperaba intranquila. Cuando llegamos y le narré lo que habíamos hecho, nos abrazó y lloró inconsolablemente, y posteriormente me dio un gran sermón. No salí nunca más a cantar a la calle y mucho menos a pedir comida (García, 2017, p. 103).

El canto en grupo, el aprendizaje en plural. Fuerza de niña imperiosa, decidida, que no pide consejos ni busca autorización para darle curso a sus planes pero que de todos modos apoya su formación en otros. Su hermana Hilda la secunda en el dúo Las Hermanas Parra, y así, ya instaladas en Santiago, activan un circuito de constantes presentaciones en vivo. Su hermano Nicanor atisba su talento como autora y la lanza a aprender de la raíz misma, en los campos y regiones.

Se ha escrito bastante de sus viajes incesantes por el territorio, antes y después de esos primeros ensayos en el canto ante público. En 1952, Violeta Parra recorrió pueblos mineros del norte junto a una compañía de variedades que ella misma armó, produjo y dirigió (Estampas de América), y en la que también embarcó a su esposo, a su hermana Hilda, a un mago, a un comediante y a unas bailarinas.

El suyo era un ritmo incansable, que no le impedía mantenerse constante en la escritura, y que la entrenó en el trabajo en equipo sin hacerla cejar en las búsquedas y composiciones a solas.

Hubo más y diversos aliados, en diferentes tiempos, lugares y tareas: el fotógrafo Sergio Larraín y el documentalista Sergio Bravo; el guitarronero Isaías Angulo y el francés de apellido Farré que hacia los años sesenta dirigía el Museo de Artes Decorativas, en París; su amiga Adela Gallo, y la partera y “arregladora de angelitos” Rosa Lorca; el académico David Stitchkin, ex rector de la Universidad de Concepción; el uruguayo Alberto Zapicán y el cantautor porteño Osvaldo “Gitano” Rodríguez, amigos en los años de la Carpa; el productor del sello Odeón, Rubén Nouzeilles y el gobernador de General Picó, Joaquín Blaya; Ricardo García, gran locutor y gestor chileno, a su lado en su programa en Radio Chilena; Gastón Soublette, Enrique Lihn, Pablo de Rokha, Miguel Letelier; también Margot Loyola.

De esos cruces, colaboraciones, conversaciones y frutos queda registro en su discografía y en los libros que la contextualizan. Nadie puede atribuirse más cercanía de la justa —fue una artista con muchos aprendices y admiradores, aunque sin alumnos formales; una colaboradora sin socios creativos; una poeta sin un tutor— pero tampoco negar su disposición al encuentro.

Violeta Parra no tuvo, en tal sentido, un talento desconfiado ni una curiosidad celosa. Se la entiende mejor en el intercambio y el diálogo, en la búsqueda de claves que sabía cobijadas en otras escrituras y cantos. Y, también, en la amistad. Dos mujeres cercanas entregaron sus recuerdos para El Libro Mayor de Violeta Parra (Parra, I., 2009).

“Nuestras edades nos acercaban, pero Violeta era amiga de mi madre”, rememora Liliana Rojas, vecina de infancia en el capitalino barrio de Quinta Normal, “compartían diarias y largas jornadas cosiendo, soñando, cocinando, trajinando por el canto, la música, la literatura, los guisos, la vida […] Nunca se cortó el hilo del mutuo cariño. Era mi amiga, así lo había decidido. Nunca fue dulzona. Me juzgaba, me aconsejaba, pronosticaba. Me quería.” (p. 39).

Unas páginas más adelante, Gladys Marín la describe “genial y excepcional […] súper cariñosa.” La dirigente comunista agradece la firmeza en unas clases colectivas de cueca (¡sobre un barco!) y la preocupación por ella durante unos días difíciles en París: “Era una persona muy querida y, al mismo tiempo, muy criticada.”

Aquellos vínculos de afecto en su formación personal y artística sostienen su biografía, pero suelen obviarse en el análisis de las fuentes que explican el sentido de su trabajo. La personalidad y la obra de Violeta Parra pueden buscarse intrincadas a otras muchos junto a ella, en un intercambio que afirma la esencia de su talento aplicado a su trato con los demás, y a las lecciones que recibió y entregó en aprendizaje constante, no siempre acogido pero persistente y agudo.

La línea puramente promocional a la que a estas alturas nos ha acostumbrado la dinámica de la cultura de mercado, muchas veces identifica a iluminados en altura inalcanzable, monólogos a solas y golpes de inspiración escindidos de un entorno que los explique. No es reducir el genio de Violeta Parra separarlo de esa maqueta improbable de creación individual frente al espejo. Su arte como aporte a una tradición popular —inspirado en ella y a la vez a su servicio; también definido por ese recorrido en continuo— es una lectura de su legado que puede ser mucho más precisa que aquella que separa su autoría de un colectivo.

 

No hay testimonios extensos que permitan captar los modos de Violeta Parra en tareas formales de enseñanza, pero tampoco es necesario esperar que aparezcan para hacerse a la idea de sus énfasis didácticos. De algún modo, cada uno de los programas de los que se hizo cargo en el espacio Canta Violeta Parra para Radio Chilena fueron contundentes clases sobre folclor chileno. El programa se estrenó en 1954, por iniciativa de Raúl Aicardi, se emitió semanalmente por varios meses y tuvo durante un tiempo en la redacción de los libretos a Ricardo García, afamado hombre de radio y gestor musical, y luego al poeta Enrique Lihn (“quien se dio cuenta rápidamente de que ella no lo necesitaba,” según anota su hijo Ángel en Violeta se fue a los cielos). Se grababa muchas veces en exteriores, y hubo emisiones preparadas desde El Sauce, el restaurante que doña Clara Sandoval, la madre de la artista, tenía en la actual comuna de Pudahuel.

Cada viernes a las ocho de la noche (con repetición los domingos), Violeta Parra salía a Chile por las ondas radiales como una maestra sin pizarra y con la experiencia viva en terreno como fuente de referencia.

Anota Ángel Parra (2006):

Violeta le hablaba a su patria. Meses y meses de programas que eran esperados con alegría y emoción por su público. Emisión tras emisión, quienes la escuchaban descubrían que Chile tenía una gama variadísima de músicas, canciones, instrumentos, danzas, leyendas. Revelación substancial para mí, esta mujer postergada por las autoridades era amada y distinguida por su pueblo (p. 61).

Su hijo recuerda los cientos de cartas de auditores entusiasmados por el programa que su madre comenzó a recibir: “Nunca nadie en esa radio, ni el propio cardenal José María Caro, ni la Iglesia católica de Santiago y propietaria de la emisora, recibiría tantas cartas de agradecimiento de su pueblo” (Parra, Á., 2006, p. 64). En su propio recuento sobre la vida de su madre, Isabel Parra (1985) lo confirma con gracia:

La Viola quiso convertirme en su secretaria y pretendió que yo respondiera las cartas que recibía. Eran miles, y llegaban de todos los puntos del país. Las llevábamos a la casa en inmensos sacos. Era imposible responderlas. Le pedían fotos y le agradecían el permitirles reencontrarse con su verdadera música, que muchos no oían desde su infancia. Eran cartas emocionantes y llenas de cariño. Era una correspondencia variada: desde el anciano campesino casi analfabeto hasta el sofisticado intelectual santiaguino. Las cartas contribuyeron, además, a calefaccionar nuestra rancha en los fríos inviernos de Larraín y a avivar la leña que calentaba el aceite donde la Viola freía las sopaipillas (p. 45).

Uno de sus biógrafos, Jorge Montealegre, se permite por eso hablar de Violeta Parra como “una mujer de radio”, medio al que consideraba el más efectivo para alcanzar a las audiencias masivas de su tiempo (deben recordarse, también, las invitaciones recibidas por el dúo junto a su hermana Hilda para cantar en auditorios radiales durante los años cuarenta). Y las señas más elocuentes sobre ese

voluntario cruce entre micrófono y enseñanza se ordenan en El Libro Mayor de Violeta Parra, con extractos de los libretos preparados junto a Ricardo García para el programa en Radio Chilena. El mismo disc-jockey y comentarista musical, futuro fundador del sello Alerce, registra ahí el carácter didáctico que siempre entendió debía haber en su trabajo con la artista.

Se buscó eliminar las barreras que podrían existir en el público, entregando el programa de una forma muy cálida y muy humana. El estilo era semidocumental, con una historia de un hecho folclórico en cada audición […]. Violeta recogía la información necesaria, la llevaba más o menos elaborada y me la entregaba para hacer el libreto y determinar cuáles iban a ser las grabaciones que necesitaríamos montar: la cosa era describir la fiesta con participación de gente, de vida (pp. 41-42).

Todo en la preparación de Canta Violeta Parra se cuidaba desde un foco divulgador y educativo. Era algo patente no sólo en los contenidos de los libretos sino en las circunstancias previas a la redacción de estos, cuando ella buscaba en terreno la materia que luego iba a relatar. Sigue Ricardo García:

Para grabar los efectos sonoros y los diálogos que se proponían, lo importante era lo siguiente: el contacto que tenía Violeta con la gente. Era muy especial, conseguía cosas imposibles, como sacar de sus casas a los vecinos para que fuesen a hacer un poco de teatro. Esto es fácil hacerlo con niños, pero señoras y caballeros respetables se sumaban a la petición de ella, sin haberla visto jamás antes. Tenía un poder de convicción, un atractivo tan especial que yo no podía creerlo (p. 46).

Yo no podía golpear una puerta y decir: “Por favor, ayúdeme a hacer un programa…”. Violeta lo hacía con toda tranquilidad y salía rodeada de toda la familia. Íbamos a la casa de Violeta, grabadora en mano, una casa muy modesta, con piso de tierra. Generalmente estaban Ángel y la Chabela dando vueltas por allí. Y antes de trabajar nos instalábamos a tomar mote con huesillos, bebida típica chilena en el verano, que Violeta preparaba religiosamente a pedido mío (p. 46).

Llamaban a lo anterior “situarse en el lugar donde se desarrollaba el hecho folclórico.” Era un trabajo sin jerarquías de producción sobre entrevistados, ni de distancia rígida emisor-receptor, sino nutrido precisamente por el intercambio, horizontal y siempre colectivo. “Tenía la costumbre de propagarse misteriosamente entre la gente, en medio del pueblo, de manera que todo el mundo la conocía, aunque nunca la hubiesen visto,” anota, poéticamente, Gitano Rodríguez (1984, p. 33). Y aunque la radio no llegó a ser para ella un formato prioritario de trabajo ni de difusión para su obra (la artista tuvo también contratos temporales con las radios Agricultura y Minería), había en sus programas, entrevistas y conversaciones frente al micrófono contundentes señas del afán docente que la animaba, no en el sentido autoritario ni formal que pudiera dársele a ese concepto, sino de generosa divulgación educativa para lo que ella sentía era un tesoro folclórico de urgente preservación y cuidado.

Por algo, en entrevistas con las radios de la Universidad de Concepción (1960) y Magallanes (1967), ella comparte algunas de sus máximas más sobresalientes. A la primera llega en el marco de una visita a la ciudad sureña para participar en el ciclo Claves para el Conocimiento del Hombre de Chile. El diálogo que establece con Mario Céspedes, en un rincón del Hotel Biobío, es de su parte un torrente de lecciones, que pasan por la décima, el canto a lo pueta, la composición autobiográfica y la creación de vanguardia contenida en “El gavilán”. Escuchándola en ese audio de hace casi 60 años casi no importa diferenciar qué es relato y qué enseñanza, ni dónde termina la anécdota personal y comienza la cita a la tradición.

Prima, en sus palabras, la urgencia porque lo que dice sea sopesado en su relevancia identitaria:

Me enojo con medio mundo para salir adelante, porque todavía ni la décima parte de los chilenos reconoce su folclor, así que tengo que estar batallando casi puerta por puerta y ventana por ventana. Es harto duro todavía, es como si estuviera empezando recién, Mario (García, 2017, p. 41).

Con humor, su hija Carmen Luisa Parra recuerda, en entrevista con Gitano Rodríguez, que: “[A los europeos] Les explicaba, igual como lo hacía en Chile. Les decía en francés: ‘Mire, mijito, a usted que está conversando ahí, si no quiere oír, ¡váyase, pues!’”.

Todas estas lecciones, amplificadas por los medios a los que pudo acceder, son las que en definitiva mantienen hasta hoy a Violeta Parra como una voz vigente para el cuidado del folclor chileno y como referencia para conocerlo mejor. Sus maneras como maestra individual quedan registradas en recuerdos puntuales; que tampoco son muchos. Su amiga Liliana Rojas, ya citada por su participación en El Libro Mayor de Violeta Parra, cree que la artista rechazó el camino de ser profesora pues “las formalidades propias de esta profesión eran lejanas a su vuelo sin límites. ¡Cuánto ganó Chile con esa decisión!”

Sin haber sido maestra formal de músicos chilenos, dejaron registro de las lecciones aprendidas de ella muchos cantautores, en escritos firmados por Osvaldo Rodríguez, Patricio Manns o Gastón Soublette, por ejemplo, y en los recuerdos entregados por gente como Silvia Urbina, del Conjunto Cuncumén. Esta última, ofrece una clave de la generosidad que guio ese afán de enseñanza, jamás retribuido en dinero y satisfecho tan solo en la huella. La compara, en ese sentido, con Margot Loyola:

Su mayor recompensa era constatar que sus discípulos sembraran en otras voces, en nuevos cultores, lo que habían aprendido con ellas. Más que con la intención de sacar algo de las cantoras, las maestras iban a los campos con el deseo de conocerlas, de saber cómo vivían, de empaparse en su sabiduría y de la tradición que preservaban naturalmente. Adoraban a las señoras que les habían enseñado el material que traían de sus salidas a terreno, y lo valoraban como su más rico tesoro.

Su figura señera fue inspiración concreta y personal para la Nueva Canción Chilena, pero no porque se propusiera servir de guía para una nueva corriente. Antes de su muerte, en 1967, Violeta Parra alcanzó a relacionarse con grandes figuras del movimiento, incluyendo a Víctor Jara, Patricio Manns, Rolando Alarcón, Quilapayún, Quelentaro, el grupo Chagual, Héctor Pavez, Osvaldo Rodríguez, Homero Caro y, por supuesto, Isabel y Ángel Parra; todos quienes vieron en ella a una maestra y a un modelo de ética artística. Exceptuando a sus hijos, se trató de un influjo creativo de encuentros puntuales, menos estrecho de lo que suele creerse. Quienes la conocieron aclaran: alumnos y admiradores, muchos; discípulos y continuadores, ninguno.

“Hace severas objeciones críticas, pero también cálidos elogios […] Aconseja, impugna, estimula,” anota Patricio Manns (1986) en su recuerdo de la artista, La guitarra indócil. “Es como una estrella que jamás se apagará —agregó Víctor Jara en una entrevista ofrecida en los años de la UP— […] Violeta, que desgraciadamente no vive para ver este fruto de su trabajo, nos marcó el camino; nosotros no hacemos más que continuarlo” (Mathews, 2017).

Quien hablaba de sí misma como una eterna aprendiz de cantoras y puetas consiguió ser la maestra definitiva de estudiantes de la tradición y el arte popular chilenos que iban a venir incluso muchas generaciones tras de ella. Entenderse en ese intercambio fue una de las características de un excepcional trabajo de autoría, no centrado en la pura expresión individual sino lanzado al encuentro de muchas otras voces. La mirada estrecha de quien defiende una obra escindida de la tradición que la sostiene desconoce que el trabajo de raíz nunca se forja ni se defiende a solas.

 

Bibliografía

García, M. (ed.) (2017). Violeta Parra en sus palabras. Entrevistas (1954-1967). Santiago: Catalonia-UDP.

Manns, P. (1986). Violeta Parra. La guitarra indócil. Santiago: Ediciones Literatura Americana Reunida.

Mathews, D. (2017). Violeta Parra y la Nueva Canción Chilena: Yo canto la diferencia. Revista El Caimán Barbudo, 54, marzo de 1972.

Rodríguez, O. (1984). Cantores que reflexionan. Notas para una historia personal de la Nueva Canción Chilena. Santiago: Ediciones Literatura Americana Reunida.

Parra, Á. (2006). Violeta se fue a los cielos. Santiago: Catalonia.

Parra, I. (1985). El Libro Mayor de Violeta Parra. Madrid: Ediciones Michay.

Parra, I. (2009). El Libro Mayor de Violeta Parra (corregido y aumentado). Santiago: Cuarto Propio.

 

Marisol García.[1]Periodista especializada en música popular y canción chilena. Es colaboradora de diversos medios, coeditora de MusicaPopular.cl y parte del equipo organizador del festival Inedit. Ha publicado los … Continue reading

References
1 Periodista especializada en música popular y canción chilena. Es colaboradora de diversos medios, coeditora de MusicaPopular.cl y parte del equipo organizador del festival Inedit. Ha publicado los libros Canción valiente (2013) y Llora, corazón (2017), y fue la editora y recopiladora de Violeta Parra en sus palabras. Entrevistas 1954-1967 (2017).