Violeta Parra y su encuentro pleno con el canto mapuche: impacto y nuevos sentidos en su poesía – Paula Miranda

Me impresiona lo mucho que las personas de diversas localidades del mundo quieren y sienten suyo el legado de Violeta Parra. En La Habana, Bogotá, Arequipa, Cádiz, Ginebra o París, lo afirman sin dudarlo. Como si a medida que pasase el tiempo y en distintas circunstancias, su obra fuese más y más clásica, y su vigencia, imperecedera. Pero ¿qué es lo que la hace o la va convirtiendo en clásica? Violeta es clásica porque su poesía nos cuenta una vida en plenitud, aunque esa vida que tan magistralmente poetiza, no es la de ella, sino la de cada uno de nosotros, la de ti que lees estas reflexiones, la de tu mamá que la escuchaba cuando eras pequeña, la de todas las personas que ella escuchó, su palabra es también mi palabra, tu palabra, nuestra palabra: “y el canto de todos que es mi propio canto.”

Su palabra social, amorosa o religiosa, se irá “enredando, enredando” en nuestras conciencias, memorias y corazones con el paso del tiempo. Ella será cada vez más necesaria en los tiempos que se avecinan, pues seguirá realizando acciones sobre el mundo: amar, conmemorar, agradecer, denunciar, sanar. En mi libro La poesía de Violeta Parra (2013), en base al análisis pormenorizado de sus canciones, quería demostrar que su clasicismo se debía a su capacidad creadora, experimental y de continuidad histórica con la palabra de diversas épocas y latitudes, lo que la convertía en una de nuestras mejores poetas. En una suerte de biografía poética, y a partir de la tesis de que su multi-arte se sustenta en la palabra, expliqué sus motivaciones, sus rasgos de personalidad, su poética, su pulsión tanto pasional-amorosa como social-chilena y las cinco etapas que marcaron su trayectoria vital y artística.

Uno de los atributos esenciales de su poética es la capacidad que tuvo para asimilar visiones y estéticas de las más diversas tradiciones.

De la canción moderna popular —como boleros, rancheras y habaneras—, Violeta toma su plasticidad, su sentimentalidad y su profundo sentido del espectáculo; y del canto tradicional, su capacidad ritual y social. Influyen en su formación las tonadas, el canto a lo poeta (canto a lo humano, a lo divino y paya), la sirilla, los ritmos nortinos y la cueca. En ese crisol también estará muy presente la poesía. Así, en la lógica del uso ancestral dado a la poesía, Violeta se vincula con la palabra sagrada, multimedial, comunitaria y con el canto, en todo su resplandor conmemorativo y ritual. Pero también se relaciona directamente con la poesía moderna (inaugurada por Baudelaire en Europa y por Rubén Darío en nuestro continente), una ubicada entre la tradición y la ruptura; con aspiración de trascendencia, pero sujeta a las limitaciones del mundo secularizado; de ricas imágenes inaugurales; en diálogo con sus coetáneos (Mistral, Neruda, Lihn, Rojas, De Rokha, etc.), con la experimentación de las vanguardias, con la intertextualidad y la irreverencia de los años sesenta, y muy especialmente con el espíritu anti de su hermano Nicanor. En resumen, se trata de una conciencia poética excepcional y genial que fue integrando a su propio quehacer muchas otras voces, visiones, tonos y recursos. De ahí que se pueda asegurar que ella es nuestra poeta vanguardista más tradicionalista y la guardiana de la tradición más experimental.

Pero, hasta hace poco, faltaba reconocer en este rico crisol una pieza fundamental: la del canto mapuche. Si bien algunos reconocían que había sonoridades de la música mapuche en algunas de sus canciones, faltaba una prueba que nos permitiese asegurar que Violeta se había relacionado con esa tradición, en el mismo nivel de influencia fundamental que ella recibió de géneros como la cueca, la tonada, el canto a lo poeta o la sirilla; influencia que se hizo notar en su rigurosa investigación y en la recopilación sistemática de esos géneros. Hace tres años, encontré la prueba, el eslabón perdido que la conecta con el mundo mapuche. Entre las decenas de cintas en que Violeta registró cantos de distintas tradiciones chilenas, encontré cuatro cintas con 80 minutos de grabación, catalogadas y digitalizadas en la Mediateca de la Universidad de Chile, en las que Violeta Parra entrevista a siete ülkantufe (cantores), y recopila 39 cantos en mapuzugun interpretados por ellos. En base al contenido de esas cintas, y con la colaboración imprescindible de mis colegas Elisa Loncon y Allison Ramay, nos dimos la tarea de reconstruir la historia detrás de esas cintas, entrevistamos a distintos descendientes o amigos de los cantores y pudimos contextualizar su trabajo y valorar su impacto. Elisa trascribió y tradujo rigurosamente los cantos. Violeta Parra en el Wallmapu. Su encuentro con el canto mapuche, de reciente publicación, registra los resultados de nuestras investigaciones. En lo que sigue, me centraré en el impacto que tuvo todo esto en su obra y en sus proyectos.

 

Cuando y cómo ocurre el encuentro

En un determinado momento Violeta tuvo la certeza de que en ese puzzle multicolor del folclor y la cultura popular, que ella venía recopilando desde 1953, faltaba reconocer el aporte de la cultura mapuche. Este trabajo de investigación, que permaneció ignorado desde 1957 en todos los estudios y ediciones o reediciones de su obra,[1]Excepción hecha de la fundamental referencia realizada por Ángel Parra (2006, p. 118). permite afirmar hoy con absoluta seguridad que ella también nutrió su obra con la cultura mapuche. Es más, por las fechas en que esas grabaciones fueron realizadas (1957-1958), es probable que esa conexión contribuyese a gatillar en ella el despliegue de su etapa más creativa y experimental, bajo una impronta única y radical, comenzando con “El gavilán”, las anticuecas y sus décimas autobiográficas.

Justamente debido a que nació y se crió en una zona de fronteras, como son las regiones del Biobío (San Carlos, San Fabián de Alico, Chillán) y de La Araucanía (Lautaro), Violeta asimiló entre los años 1917 y 1932, a través de sus padres, familiares y amigos cercanos, una cultura rica en festividades, rituales, comidas, cantos y bailes comunitarios, y conoció todas las tradiciones musicales que ya he nombrado. Desde 1953 esto se convertiría en un trabajo sistemático de recopilación, estudio y difusión del folclor, que no se detendría sino hasta su muerte. Por eso, en una carta inédita (1955) dirigida a Paul Rivet, Director del Museo del Hombre, dice: “Mi único deseo es trabajar, para poder continuar mi labor de difusión folklórica, que es cosa aparte del trabajo y tan importante como este.” Hay en ella una permanente preocupación de difusión folclórica, que realiza en su discografía (en 18 de sus discos hay cantos de la tradición que ella reinterpreta), la radiofonía (programas radiales como Canta Violeta Parra y entrevistas), la educación (talleres de baile y guitarra en Concepción, Ginebra y en la Universidad del Norte o la misma Carpa de La Reina) y en su propio arte.

Para 1957 la Universidad de Concepción la había contratado para realizar trabajos de investigación etnomusicológica. Y es justamente en ese año que Violeta llega al coro de profesores de Temuco preguntando por canto de machi. Un profesor, Hernán Herrera, la lleva a su casa en Millelche y allí la hospeda durante un mes.

Durante ese tiempo, Violeta entrevista diariamente a la machi María Painen Cotaro y comparte, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, su ruka y el conocimiento ancestral de la sanación a través de las hierbas, el toque del kultrung y el canto.[2]Según testimonios de diversas personas de Millelche, y muy especialmente de Ricardo Herrera Rossat, hijo de Hernán Herrera. Entrevistas realizadas por Paula Miranda entre 2015 y 2016. Esa primera inmersión profunda y deslumbrada en la cultura mapuche le permite, al año siguiente, dejar grabadas las voces y testimonios, en la casa de Fernando Teillier (Lautaro), de Juan López Quilapan, Juanita Lepilaf, de Adela y Rosita. Es probable que ese mismo año, en Labranza, haya dejado registradas las voces de las cantoras Carmela Colipi, Juana Huenuqueo y María Quiñenao. Según lo estableció Elisa Loncon (2017) el contenido central de las cintas son 39 cantos en mapuzugun, de temáticas intracomunitarias y circunstanciales, de una profunda emotividad y fuerza expresiva, algunos improvisados, otros memorizados, algunos vinculados a rituales, la mayoría a tareas del diario vivir: enamorarse, trabajar en la trilla, hacer dormir la guagüita, enviudar, tomar decisiones. Aunque también aparecen cantos ligados al ngillatun y al machitún. A través de sus temáticas, de las voces, ritmos e inflexiones emotivas de los cantores, se aprecia la gran energía y especial creatividad del canto y la palabra mapuche.

Al recopilar estos cantos, Violeta interactúa profundamente con sus depositarios, por lo que su obra se nutre tanto de los cantos mismos como de lo que las personas le dicen y enseñan a través de las conversaciones. Violeta intenciona el especial tipo de canto que recopila e indaga sobre cuándo son cantados: “¿Y cuándo se cantan?”, ¿para qué se cantan?”, les pregunta insistentemente.

Pero también les pregunta por lo esencial, por su mensaje: “¿Y qué dice la palabra?” De esos cantos y de sus depositarios obtendrá aprendizajes para su propia vida y para el sentido que irá adquiriendo su quehacer: capacidad de improvisación y de productividad idiomática; funcionalidad y síntesis poéticas; enorme importancia otorgada a la palabra, cantada o recitada; capacidad vital de subsistencia, resiliencia y adaptación; cierto humor; una comprensión desde la emocionalidad; apego y gratitud hacia la naturaleza; centralidad de la figura de la mujer e importancia de la familia, entre las más importantes.

Este sustrato cultural, poético y musical impactará en toda su creación, y no solo en las canciones más explícitas sobre el tema. Todos estos cantos tienden a las analogías, a un vínculo con los sonidos y sensaciones ligadas a la naturaleza: “Para olvidarme de ti/ voy a cultivar la tierra,” había dicho ya antes en “La jardinera” (1956). Pero lo más importante es que en ellos hay una responsabilidad social: la de trasmutar el mundo en otra cosa. Esa palabra-acción permite a las comunidades hacer catarsis, sanaciones, rituales conmemorativos o chamánicos, actos cotidianos de reafirmación identitaria y de comunión. Por eso ella afirmará en “Cantores que reflexionan” la opción por un canto que “abre surcos” y de un cantor que le canta “al hombre en su dolor” y “en su motivo de existir.”

 

Poligrafías y proyectos

Esta concepción también influirá en sus proyectos culturales, especialmente en el último, La Carpa de la Reina,[3]Proyecto que consistió en la producción de un espacio cultural en la comuna de La Reina, en Santiago de Chile, entre diciembre de 1965 y febrero de 1967. y en su trabajo con las arpilleras. El sueño de Violeta era convertir la carpa en una universidad del folclor. El lugar fue construido en base a una carpa de circo, pero reproducía la disposición del espacio esférico de la ruka y la centralidad del fogón; de él se sacaban pequeños braseritos que eran puestos en las mesas, multiplicando su calor. Esa imagen la adquirió en parte y sin duda de la visita que realizó a la ruka de la machi María Painen Cotaro, de quien aprendió lo más fundamental de esa cultura: su sentido espacial y culinario; su circularidad y la dimensión medicinal de la palabra, tanto del canto y del kultrung. Esa capacidad del fogón de multiplicar el calor para recibir a todos, se manifestó también en que Violeta invitó a la carpa a diversos grupos musicales folclóricos latinoamericanos, destacándose Los Araucanos, grupo de Juan Lemuñir, y también el grupo Huenchullán, además de Lautaro Manquilef y otros músicos mapuche, con quienes creó fuertes lazos de amistad.

Su arte plástico se verá también positivamente marcado por esta presencia, especialmente en sus arpilleras (más históricas) y en sus óleos (rituales). Viviana Hormazábal (2013) desarrolló una tesis en la que el óleo Machitún y las arpilleras Fresia y Caupolicán y Los conquistadores fueron analizados iconográficamente, destacando su vínculo formal y de contenidos con el mundo mapuche, sobre todo a partir de la creación de personajes y situaciones, de la combinación de colores y simbologías, del uso de una perspectiva plana y de la yuxtaposición de elementos, casi siguiendo la forma de la textilería y alfarería mapuche. Gran influencia tendrá esta poligrafía y concepción espiritual en sus arpilleras Contra la guerra y El Árbol de la vida. En todos estos trabajos, Violeta estuvo influida por las técnicas ancestrales del telar y tejido mapuche y andino, más que por las formas artísticas modernas.

 

Comunidad de mujeres

Otra influencia determinante en este encuentro serán las imágenes de mujeres que Violeta conocerá en este nuevo contexto y que se suman a la extensa genealogía de figuras femeninas que le han servido en su propia autoimagen: la de su madre, de cantoras populares y de tonadas. A estos rasgos se sumarán la dulzura y maternalidad de Juanita Lepilaf, el humor y la frescura de las mujeres de Labranza, el canto de Carmela y sus saberes. Pero lo que más le impresionará, dejando en ella una profunda huella, será la fuerza y estatura de la machi María Painen Cotaro. A través de todas estas mujeres, ella recupera la imagen de un sujeto femenino conflictuado por las injusticias sociales y de género, pero portadora de un mundo propio, representado por el amor a las tareas domésticas, medicinales y maternales. En “La jardinera”, Violeta había anticipado la imagen de estas mujeres fuertes de la cultura chilena. La jardinera encuentra consuelo en las faenas hortícolas, y luego, una nueva vida en un jardín hecho de flores y hierbas. Tan grande fuerza, que incluso alcanza para curar al propio “traidor”. En esta canción la mujer se vuelve más segura y la traición amorosa puede ser superada por esta huertera trabajadora, capaz de autocurarse: “Por suerte que tengo la buena costumbre de curar yo misma mis heridas,” le dice en una carta a Gilbert Favre (Parra, I., 1985, p. 188). En ese gesto Violeta se entronca con la imagen de mujeres capaces de cambiar, reinventar el mundo y superar la muerte, debido justamente al paralelismo entre la imagen femenina y la madre tierra. Sanadoras mestizas, machi y cantoras de tonadas, se amalgaman así formando un solo modelo. Hay también devoción por la figura de la madre (al igual que en la cultura mapuche) y formas matrilineales de organización del hogar y de trasmisión del saber. En definitiva, un saber que surge del sentir haciendo: “Lo que puede el sentimiento/ no lo ha podido el saber”, dirá más tarde.

El impacto en su obra de creación podría pensarse en al menos cinco sentidos, todos convergentes e influidos en diversos grados por su investigación en Lautaro, Millelche y Labranza. El primero, es la transfiguración que se produce en ella al conocer el mundo de María Painen Cotaro y que impactará fuertemente en su etapa de eclosión creativa y gran experimentación, a partir de 1957, siendo la composición de “El gavilán” y de sus décimas autobiográficas el gesto más radical de esta transformación. El segundo, pertenece a la etapa más de crítica social de su obra (1960-1964), y se verifica en un sentido reivindicacionista y compasivo. El tercer sentido, estará dado por sus canciones vitalistas y de vínculo profundo con la naturaleza. El cuarto sentido, registra metafóricamente la imagen de un sur de Chile “indigenizando” el norte; y, por último, la asimilación que ella logra del carácter ritual del canto, expresada obviamente en “El guillatún”, pero también en “Gracias a la vida”, la canción que nuestros amigos pehuenche, Gerónimo Nahuelcura y Olga Domihual, consideran su canto más mapuche.

 

Amores y dolores en “El gavilán” y en “Qué he sacado con quererte”

Cuando Violeta le pide al ülkantufe Juan López que le cante una canción y él titubea, ambos concluyen que esa canción tiene que ser de amor: “De amor tiene que ser, pueh”, le dice Violeta. Amor doliente, catarsis amorosa, amor lúdico, cantos de seducción, éticas del amor, amor entre hermanas, amigas y primas; concepciones del amor entrelazadas con hierbas, pájaros o musgos. En el territorio del amor, en esos “jardines humanos”, será donde propondrá nuevas maneras de decir el amor. En “El gavilán” o en “Maldigo del alto cielo”, a partir de imágenes y pulsiones tanáticas y destructivas, será posible realizar la catarsis del dolor amoroso, aunque también nuevas éticas y posibilidades para la convivencia humana. En Las últimas composiciones (cf. Miranda, 2013, pp. 113-164), podemos encontrar, entonces, cantos rituales de gratitud e iniciación.

Punto aparte merece el impacto que va a provocar este contacto en “El gavilán”, y que la investigadora Lucy Oporto había vinculado tan lúcidamente a la imagen de la machi (2013). La potencia de ciertos ritmos, el quiebre de la sonoridad y la fuerza de los instrumentos, replicarían, según Oporto, los mecanismos que utiliza la machi para inducir el trance y comunicarse con el mundo de los espíritus, especialmente en su papel de sanadora. De entre las influencias que la convivencia con el ülkantufe pudieron haber tenido, destaco solo una: el trabajo con la voz y la emoción. Violeta ha escuchado y grabado durante varios meses sus voces y todas trasuntan una enorme emotividad, inflexiones de sufrimiento y sentimentalidad, pero sin jamás caer en tonos melodramáticos. A veces el ül se transforma en un suspiro, en un quejido o lamento, en una oración. Esa sonoridad sin duda ha quedado registrada en la voz que está detrás de “El gavilán” y que la misma Violeta imaginó en ese registro. Esa voz —y sus quiebres— será la que permitirá que el canto pueda ser una vía de purificación y sanación frente a la muerte por asesinato, de la que será víctima la gallina.

Otra canción amorosa en esta línea es “Qué he sacado con quererte” aunque en un recital en Ginebra ese mismo año, ella indicase que se llamaba “Ayayay”. En la contracarátula del disco Recordando a Chile (1965), Enrique Bello dice que la canción “suena a antigua queja india.” En la melodía y en el sentido fundamental de la palabra, resuena cierto lamento presente en varios de los cantos recopilados. El lamento se acentúa al final de cada verso, con el “ay” y al final de cada estrofa con el “¡ayayay, ay, ay!” Cada momento de la canción define su sentido por esta queja, la que irá in crescendo, especialmente en la primera versión de la canción, en la que, hacia el final, registra no solo la voz de Violeta y su suspiro, sino también una especie de llanto breve. Ella captó esta “pena” profunda en la interpretación de los ül, especialmente en los que le compartieron las cantoras Carmela Colipi (canto de viuda y por la hija fallecida), María (“Me abandonaste”) y Rosita (“Me dijiste que no me mentirías”). Ellas le transmiten ese hondo pesar, que atraviesa su propio lamento en “Qué he sacado con quererte”. En esta canción, la belleza y armonía de la naturaleza se contradice con la maldad que representa aquel que ha abandonado a la mujer: “Pero tú, palomo ingrato/ ya no arrullas en mi nido”. Al igual que en “El gavilán”, las mujeres valoran las virtudes de aquel que han amado, aunque muy pronto admiten su imperfección y crueldad, y optan por un dolor que será purificado a través del canto y el suspiro: “¡Ayayay, ay, ay, ay!”. Ese lamento está también muy presente en otra canción grabada en la misma época en París, “Santiago, penando estás”, pero ahora ampliando el sentimiento del abandono y la traición hacia toda una sociedad: la de una ciudad de Santiago sometida a las injusticias sociales y a los gobiernos opresores del siglo XX.

Reivindicación derrotista y compasiva

En la línea reivindicacionista, hay dos cantos fundamentales: “Levántate, Huenchullán”, editada también como “Arauco tiene una pena” (1962) y “Según el favor del viento”. En la primera, en clave derrotista y a la vez reivindicacionista, se afronta el despojo y usurpación de los que ha sido víctima el pueblo mapuche desde la conquista y colonización hasta el presente. Se hace, además, una fuerte crítica a cómo las instituciones chilenas actuales continúan con esta triste historia de sometimiento. La canción tiene un ritmo de refalosa “chicoteada”, pero no connota el baile chileno-argentino del siglo XIX en ningún sentido. Aquí se consigna el calvario inevitable que ha debido y que deberá padecer el mapuche. El último verso de cada estrofa remata con el llamado a un levantamiento indígena en la persona de diversos longkos de la comunidad, pero lejos de remitir a una proclama de alzamiento indígena, es el suspiro final de quien ha caído en la desesperanza más absoluta e irreversible: “totora de cinco siglos, nunca se habrá de secar”. Llama la atención que los diversos apellidos invocados, remitan efectivamente a líderes cuyos descendientes Violeta conoció en su trabajo de recopilación (Quilapan, Manquilef, por ejemplo) y que todos sean caciques y longkos que combatieron en la guerra mapuche contra la ocupación española. Cada uno de ellos obtuvo triunfos parciales sobre los usurpadores, pero también fueron cruelmente asesinados: son los casos de Galvarino, Lautaro, Quilapan y Caupolicán.

Esta visión derrotista está aplacada en una tercera versión de esta canción. En dos estrofas agregadas, Violeta se vincula afirmativamente y en el presente con los sentidos de la cultura mapuche, desde su cosmovisión y su especial vínculo con la naturaleza. Esta tercera versión resulta ser muy importante, porque es la única vez que Violeta, en su obra, nombra esta cultura como la “mapuche”: “porque al mapuche le clavan/ el centro del corazón”. Además, en esta versión Violeta volvió a cambiar los nombres de algunos de los longkos o héroes emancipadores (ya lo había hecho en la versión de 1963), y agregó una estrofa final de diverso registro a todas las anteriores, en clave más ecopoética que histórica. En ella, hay una queja porque las especies arbóreas nativas ya no darán sus frutos, pues aparecen secándose y en abierto peligro de extinción. Si el levantamiento no tiene posibilidad aquí, tampoco tendrán posibilidad de ser preservados los recursos naturales resguardados por los mapuche, adelantándose así a las crisis ecológicas, ambientales y económicas vinculadas hoy a las luchas por la recuperación de tierras de parte de los pueblos indígenas.

En esta misma línea reivindicacionista, pero bajo una escena más plástica, se encuentra su “Según el favor del viento”. En esta canción, la favorita de Nicanor Parra, en una barquichuela en medio del mar tormentoso de Chiloé, tienen lugar las penurias que debe sufrir el isleño que atraviesa las inclemencias del clima marino y las injusticias sociales, para llegar con mucho sacrificio hasta el puerto y vender allí su leña, recibiendo a cambio solo más miseria y padecimiento. El isleño intentará vender en Castro la leña de pellín que ha traído desde el monte (dejando atrás sus “rucas”): “Con su carguita de leña/ que viene a vender al puerto/ compra un kilo azúcar/ para endulzar sus tormentos”. La extrema dureza de las condiciones en que trabajan los indígenas, la humildad sacrificial de sus labores y la adversidad histórica y geológica (el mar inclemente), quedan en parte atenuadas gracias a algunas imágenes cálidas y acogedoras. Ahí, en esa precaria balsa hecha de frío y tormentas/os, hay también imágenes nutricias: las manos de la isleña pelan papas y anuncian con ello el milcao (pan de papa y harina) y el mate: “en un rincón de la barca está hirviendo la tetera”, lo que prepara la escena de la siguiente estrofa: “Chupando su matecito/ o bien su pescado seco/ acurrucado en su lancha/ va meditando el isleño”. Los “tormentos” son endulzados por pequeños destellos de protección que iluminan humanamente las escenas, con efectos de compasión y calidez. Esta sensación de protección e infinita ternura que la canción transmite, también está dada por la actitud solidaria de quien testimonia todo esto, cerrándose cada estrofa con un ritualístico mantra, de lamento y de autoexigencia: “llorando estoy,/ según el favor del viento/ me voy, me voy”. Ese yo realiza, además, dos acciones más de liberación y compasión: la que denuncia deseará morir por los isleños en el canto (“Quisiera morir cantando/ sobre de un barco leñero”). Forma de morir, que remite al mundo mapuche, que en su wampu (canoa) y cantando, anhela partir al otro mundo, según indica Elisa Loncon. Como cierre liberador, recurrirá Violeta a una segunda acción, bajo una religiosidad ligada al canto a lo divino y a la teología de la liberación: “Y venga el trueno furioso/ con el clarín de San Pedro, llorando estoy/ y borra los ministerios, me voy me voy”.

 

Suralizar Chile y Europa

En la contracarátula del disco Recordando a Chile, Enrique Bello dice acerca de “Arriba quemando el sol”: “Es muy curiosa la suma musical que en este canto se produce, entre motivos mapuches y quechuas (‘la cantora del Sur conquistada por el Norte’).” Chile ha sido imaginado geográficamente como un territorio constituido solo por el norte y el sur. Un norte asociado a las imágenes del desierto, la minería y el yermo; opuesto a un sur asociado a las selvas, la abundancia, las lluvias y la frontera. Lo que desea Violeta es llevar toda esa pena, ese lamento, esa inflexión sentimental y profunda de la experiencia adquirida en el sur, a otras partes del mundo, a otras realidades. Sin embargo, en la “pampa” chilena, la cantora se encontrará con que la triste realidad de los mineros del salitre no se puede cantar con esta profunda voz que ella adquirió del canto mapuche: “Cuando fui para la Pampa/ llevaba mi corazón/ contento como un chirigüe,/ pero allá se me murió.”

El nombre del pajarito pequeño, que habita en todo Chile, está en mapuzugun y lo que él lleva a la “Pampa” es toda su emoción y el fundamento de su ser (“mi corazón”). Sin embargo, allá en el norte muere todo intento por cantar y acompañar con el canto esas miserias. El fatídico y repetitivo “Y arriba quemando el sol” se impone casi como una maldición y una condena irremontable. En “Mañana me voy pa’l norte”, en cambio, se le ofrece a los nortinos llevar todas las dádivas que Violeta ha recibido en el sur: el canto, la “trutruca”, “cogollitos de amores”, “copihual de Temuco” y, por supuesto, “toda la pena” del “indio”. En la misma línea, pero algo más irónica se halla la “Cueca de los picados”. Aquí, los Parra del sur llevarán ahora a Europa sus cantos marcados por su ser mapuche e indígena. En esta cueca, que sus hijos Isabel y Ángel

Parra grabaron póstumamente en 1969, se sintetiza la crítica que los públicos le hacen al clan Parra en Europa, porque han cambiado los instrumentos que los identificaban (“arpa”, “acordeón”, “guitarra” y “vihuela”) por instrumentos indígenas del norte y sur de Chile: “cajas”, “quenas”, “trutruca” y “cultrún”. Violeta reivindica estos instrumentos, más chilenos que los primeros, por ser más “indios” y lo hace irónicamente en el contexto de una cueca. Cueca “india” que invita a volver al sur: “¡Con trutruca y cultrún/ vamos pa’l sur!”

Como complemento y proyección de todo esto, habrá dos piezas musicales más, editadas en 1966 en Chile, ambas instrumentales, que también recogen esta nueva influencia mapuche: “Tocata y fuga (o Los mapuches)”, grabada a mediados de 1965 y editada en 1966 en un single de Emi Odeón; y “Galambito temucano” (galambo, danza del sur de Chile), del mismo año, pieza interpretada por Violeta y Gilbert Favre.

 

Rituales de gratitud y petición

Pero al igual que en la cultura mapuche, donde la vida tiene siempre una dimensión dual, la barca de sufrimiento a la intemperie de “Según el favor del viento” se transformará en una barca prodigiosa y mágica en su canción “Es una barca de amores” (Canciones reencontradas en París, 1971). Esta canción inaugura una compenetración más plena con la cultura mapuche, saliéndose del tono reivindicacionista y entrando de lleno en la cultura mapuche vista desde dentro y en sintonía con sus propias visiones y valoraciones del mundo. Esta canción se centra en la intensidad del sentimiento amoroso que podrá unir y reconciliar, bajo la “flor del comprendimiento”, a todos los pueblos del mundo, entendidos como “jardines humanos”. En esta canción —que además evidencia en su estribillo una clara influencia musical mapuche—, una barca universal navega lúdicamente los mares, llevando amor y luz a todos los rincones y puertos. La visión es cíclica, de transformación, cambio y vitalismo, basada en las dinámicas de la naturaleza, la que es concebida como un ser vivo. La breve canción está hecha de potentes y a la vez delicadas imágenes que entrelazan la belleza de la naturaleza con el comportamiento humano. El ser humano es visto aquí en su condición positiva y afirmativa, siguiendo los ciclos y dinámicas de la naturaleza: “En los jardines humanos/ que alumbran toda la tierra”. La última estrofa remitirá a la importancia de la amistad filial y pasional, analogada nuevamente con la Madre Tierra: “el árbol más amistoso/ y el fruto de la pasión”, remarcando con esto el tema central de su canción “Volver a los 17”, ese que superpone la superioridad de la emoción amorosa a cualquier tipo de saber o acción: “Lo que puede el sentimiento/ no lo ha podido el saber/ ni el más claro proceder/ ni el más ancho pensamiento”.

Pero será claramente en “El guillatún” (1966) donde la compositora desplegará todo lo que llegó a compenetrarse y enamorarse de esos 39 ül mapuche. Para José Pérez de Arce, el “guillatún es el espacio en el que el pueblo mapuche elabora su arte musical mayor” (citado en Hormazábal, 2013, p. 148). Es probable que Violeta Parra haya asistido en Millelche a ceremonias de sanación (machitún) y rogativa (ngillatun), por lo que le es posible describir con mucha precisión y conocimiento en qué consiste la rogativa. En la descripción de la ceremonia, que se desarrolla a medida que la canción avanza, interviene activamente toda la gente de la comunidad, comenzando por la machi, a la que se suma gente que ha sido sanada por ella (“hasta los enfermos de su machitún”) para abarcar finalmente a toda la comunidad de Millelche: “los indios resuelven”, “aumentan las filas”, “se juntan los indios en un corralón”. El protagonista de la ceremonia descrita será finalmente toda la comunidad de Millelche, y el canto que aquí se reivindica será el de todos, los gritos colectivos expresados en el afafán serán de gran relevancia, pues con ellos adquiere fuerza, apoyo y sentido la ceremonia. Las fuerzas divinas han escuchado a la comunidad y, finalmente, “El rey de los cielos muy bien escuchó/ remonta los vientos para otra región”. La transfiguración de la realidad se ha producido gracias a la fuerza colectiva del ngillatun, el que cerrará el círculo ritual ofrendado a esos mismos dioses.

En este canto presenciaremos el desarrollo del ritual mapuche, por medio del cual se realiza una rogativa para pedir que “cesen” las lluvias, casi como si estuviésemos asistiendo vivencialmente a la rogativa. La melodía es una “danza al estilo araucano”, de una monotonía intensificadora y de purificación. Parte del último verso se repite dos veces, llevando el canto hacia la reiteración, el mantra y la oralidad. En el transcurso del canto, se describe la realización del ritual sincrético en que participa toda la comunidad comandada por la machi y donde se le pedirá a “Isidro”, “Dios” y “San Juan”, así nombrados, poner fin al temporal que está provocando la pérdida de las cosechas. El canto y los instrumentos de la comunidad, sumados a la invocación solar hecha por la machi, permiten el milagro:

El rey de los cielos muy bien escuchó,
remonta los vientos para otra región,
deshizo las nubes, después se acostó,
los indios lo cubren con una oración,
con una oración, con una oración.

Producida la acción tendrá lugar el ofrecimiento a Dios del “primer almud” y la fiesta de la cosecha, luego de la cual volverán los “indios” a guardar: “el canto, el baile y el pan”. El cumplimiento del ritual —gracias a la rogativa, el agradecimiento indígena, la renovación del ciclo agrícola, el gesto de “guardar” que implica que eso volverá a ser usado próximamente y que por el momento se deja a resguardo—, tiene otro sentido muy distinto al de la queja de “Levántate, Huenchullán”. Esta mirada se inscribe en la lógica de la plena vigencia de las culturas indígenas, que tiene que ver ya no con los indigenismos integracionistas y desarrollistas, sino con la “autonomía” y la “autodeterminación” de esos pueblos, que han conservado y renovado su caudal de conocimiento y tradiciones, y que gracias a ellas podrán seguir sobreviviendo.

 

Ritualidad mapuche: “Gracias a la vida”

Ya he comentado que para mis amigos pehuenches la canción “más mapuche” sería “Gracias a la vida”. Según ellos, esta canción cumpliría exactamente las mismas funciones que cumplían sus cantos del ngillatun: agradecer por todo lo que recibimos diariamente.

Hay muchos elementos en ella que provienen justamente de la concepción poética del canto mapuche: su ritualidad, su ética del amor, su función social. Ella representa junto con “Volver a los 17”, del mismo disco, la sublimación positiva del amor, con una fuerte presencia del sentido de vitalismo y regeneración, poetizados bajo la fórmula y el acto del agradecimiento. Cada estrofa ofrece un cuadro autónomo de la gratitud, que se compone de tres gestos: el de agradecer, la obtención del don (la gracia) y la proyección plena de este en el sujeto amado. La canción es un acto verbal de agradecimiento a la vida y todo lo que ella permite: la visión, la audición, el sonido de las palabras, la marcha, la pasión, la risa y el llanto. Todas esas dádivas existenciales le permiten al yo mirar y sentir el mundo transmutado en belleza estética, en percepción humanizante; aunque el objetivo pleno se logre solamente en la posibilidad de poseer, a través de esos dones, al amado. Aquí las relaciones implican complementariedad y reconocimiento del otro.

Por eso “Gracias a la vida” es mucho más que una canción; es un acto ritual de gratitud y sanación, es una palabra-acción que permite, en distintas circunstancias vitales, expresar la gratitud y la posibilidad de que la vida continúe, pese a todo. Solo habría que agregar que la capacidad de agradecer por lo que se ha obtenido es más común entre las cosmovisiones campesinas e indígenas que entre las occidentales. Según los abuelos maya-quichés Nan Faviana Cochoy y Tat Pedro Celestino Yac Noj, un principio básico para vivir mejor es agradecer, pues en ese gesto, lo que cada uno ha recibido como don o dádiva, no queda encerrado en uno mismo, sino que se refleja hacia aquel o aquello que lo ha posibilitado y así la buena energía circulará permanentemente entre los que dan y los que reciben, promoviéndose relaciones de reciprocidad y de cooperación genuinas. Agradecimiento, respeto y reciprocidad son la base para una convivencia plena en comunidad. De ahí que esta canción se deba imaginar más bien como una ética de comportamiento, como una ecopoética, que ha encontrado en el canto ritual mapuche su sentido fundamental definitivo, su forma de agradecer a la vida: “Y el canto de todos/ que es mi propio canto”.

 

Bibliografía

Miranda, P. (2013). La poesía de Violeta Parra. Santiago: Editorial Cuarto Propio.

Miranda, P., Loncon, E. y Ramay, A. (2017). Violeta Parra en el Wallmapu. Su encuentro con el canto mapuche. Santiago: Editorial Pehuén.

Hormazábal, V. (2013). La obra visual de Violeta Parra: un acercamiento a sus innovaciones conceptuales y visuales a través del análisis iconográfico de arpilleras y óleos [Tesis de Licenciatura]. Santiago: Universidad de Chile.

Parra, I. (1985). El Libro Mayor de Violeta Parra. Madrid: Ediciones Michay.

Oporto, L. (2013). El diablo en la música: la muerte del amor en “El gavilán”, de Violeta Parra. Santiago: Editorial Usach.

 

Paula Miranda.[4]Doctora en Poesía Chilena e Hispanoamericana por la Universidad de Chile. Académica asociada de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile e Investigadora del Centro … Continue reading

References
1 Excepción hecha de la fundamental referencia realizada por Ángel Parra (2006, p. 118).
2 Según testimonios de diversas personas de Millelche, y muy especialmente de Ricardo Herrera Rossat, hijo de Hernán Herrera. Entrevistas realizadas por Paula Miranda entre 2015 y 2016.
3 Proyecto que consistió en la producción de un espacio cultural en la comuna de La Reina, en Santiago de Chile, entre diciembre de 1965 y febrero de 1967.
4 Doctora en Poesía Chilena e Hispanoamericana por la Universidad de Chile. Académica asociada de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile e Investigadora del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR). Es autora de La poesía de Violeta Parra (2013), Violeta Parra en el Wallmapu. Su encuentro con el canto mapuche (2017), entre otros libros y artículos.