Ni primitiva ni ingenua: contemporánea. Reflexiones en torno a la obra visual de Violeta Parra y su recepción crítica – Felipe Quijada

Pocos años le bastaron a Violeta Parra para inscribirse como artista. Solo un lustro pasó desde que la convalecencia de una enfermedad le hiciera desatender temporalmente su guitarra para iniciarse en la plástica, hasta que, en 1964, el Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre en París decidiera exhibir sus arpilleras, óleos y esculturas. Muy pronto, su suicidio hizo que buena parte de lo escrito en torno a su obra adquiriese el carácter de epílogo, de testimonio trunco que apenas podía dar cuenta de un corpus inaprensible. Así, el tiempo parece tener en Violeta Parra una medida especial, otro valor.

Críticos, estudiosos y escritores concuerdan en la dificultad de divorciar su producción artística de la musical y literaria, aspectos que han sido ampliamente tratados desde sus respectivos campos disciplinares. La historia del arte, en cambio, poco ha hecho para pensar su obra en términos analíticos. Su nombre no se encuentra en los libros de arte chileno, y sólo recientemente se han publicado monografías dedicadas a su labor plástica. Cuando se le pregunta a Gaspar Galaz la razón de haber dejado a Violeta Parra fuera del libro La pintura en Chile: desde la Colonia hasta 1981, responde: “en ningún caso porque sus pinturas no fueran buenas, sino que porque lo central en ella era la música” (Astorga, 1982, p. 8).

Sin embargo, los debates estéticos que ha suscitado la figura de Violeta Parra son lo suficientemente ricos como para abrir diferentes claves de lectura en torno a su trabajo visual. Podemos destacar al menos tres problemas que se desprenden de estas reflexiones: su filiación estilística, la dialéctica entre arte culto y arte popular, y la idea de la contemporaneidad de su obra.

El primero alude a la asignación de un estilo a la obra de Violeta Parra. Sus arpilleras y sus cuadros han sido considerados, por parte de la crítica, cercanos a una estética “naïf” o ingenua. Pero también se los ha comparado con diferentes artistas y corrientes del arte moderno, expresionismo y surrealismo, principalmente. Por otra parte, hay quienes optan por negar que una corriente determinada pueda englobar su trabajo, desestimando posibles genealogías o antecedentes al plantear que el de Violeta Parra es un estilo en sí mismo. El segundo hace referencia al lugar ambiguo desde el que ha sido pensada su obra, respecto al carácter popular o culto por el cual transita. Se ha reconocido que, si bien no puede ser englobada bajo el concepto de arte popular, compartiría sus fuentes, haciéndolas ingresar en su iconografía y en sus modos de producción, por lo que, en consecuencia, su obra visual no respondería a criterios puramente plásticos. El último punto tiene que ver con la idea de la constante actualidad de su obra y la construcción de la imagen de artista adelantada a su época.

En diciembre de 1959, tuvo lugar en Santiago la primera Feria de Artes Plásticas. Esta inédita iniciativa pretendía hacer llegar al mayor número posible de gente diversas manifestaciones artísticas. A lo largo del Parque Forestal se habilitaron puestos donde pintores, escultores y artesanos, en igualdad de condiciones, ofrecían sus obras, llegando a personas que tenían escaso contacto con el arte. Violeta Parra presentó su trabajo plástico, puntualmente su cerámica y sus arpilleras, llamando la atención del público y de la prensa, quienes se vieron sorprendidos por esta nueva faceta de la artista. Sobre las esculturas antropomorfas —cabezas, cantantes con guitarra— un periodista declaró: en sus “figuras de barro […] Chile estaba presente tal como era y tal como debe ser: inocentón, sencillo, expresivo” (Cabrera, 1959). Este juicio fue tal vez el primero que la vinculó a la estética del arte naif, término que ha sido traducido al español como “arte ingenuo”, en tanto el periodista destacaba la candidez de una obra incipiente, asimilándola con el bucólico terruño que según él representaba el Chile del pasado.

Desde ese momento, no fueros pocos quienes trataron la obra de la autora bajo dichos términos. El crítico José María Palacios dijo que eran “primitivas y pintoresquitas”, mientras que el artista Francisco Otta afirmaba que sus cuadros “cabían dentro de la pintura ingenua o naif”, ya que eran “completamente espontáneos” (Astorga, 1982, p. 8). Menos peyorativo, y bajo un intento de vindicación, el pintor Mario Carreño declaraba: “aparte de ese temperamento naif, ingenuo, poseía ella una fuerza de la naturaleza que estaba mucho más allá de lo que estaba expresando” (VV. AA, 1968, p. 70).

A excepción del último, los juicios parecen superficiales y carentes de sustento. Pero conviene considerar el contexto general en el que las manifestaciones que se encontraban fuera del sistema artístico comenzaron a ser de gran interés para coleccionistas, críticos y para los mismos artistas, en los albores del siglo XX, atraídos por las particulares soluciones plásticas, formales e iconográficas de quienes sin formación académica producían obras, valiéndose únicamente de su imaginación. O, muchas veces, guiados por un afán etnográfico, alimentado por la pérdida del vínculo con la naturaleza en una sociedad industrializada. El caso del crítico y coleccionista Anatole Jakovsky resulta de particular interés, no tan sólo por haber sido uno de los personajes que intentó diferenciar con mayor ahínco el fenómeno de lo naif de otros como el arte primitivo y el arte popular, produciendo parte importante de la literatura existente sobre este asunto, sino que, también por haber incluido a Violeta Parra en su Dictionnaire des peintres naïfs du monde entier (1967), junto a otros dos chilenos, los pintores Luis Herrera Guevara y Fortunato San Martín.

¿Qué era para Jakovsky el arte naif? Pese a la ambigüedad de su argumentación, propone dejar en claro que el término naif no hace referencia a un estilo determinado, ni a una escuela, ya que dependerá de cada artista el resultado final logrado en su obra. El ingenuo no tiene preceptos ni modelos incorporados desde los cuales crear —afirma— distanciándose, así, del arte académico, y de expresiones como el arte popular, que responde a formas artísticas provenientes de una tradición que el artesano conoce y maneja. Al ignorar los rudimentos básicos del arte, el ingenuo sólo puede valerse de su instinto y sus sensaciones para acercarse a la realidad representada. En su análisis considera las pinturas del aduanero Henri Rousseau, y otros pintores que siguieron una línea de trabajo similar.

¿Se puede pensar la obra de Violeta Parra bajo este concepto? En un artículo sobre la Exposición de Pintura Instintiva de 1963 —muestra organizada por el Museo de Arte Popular Americano de la Universidad de Chile y su Instituto de Extensión de Artes Plásticas— en la que se exhibieron dos de sus obras, el crítico Antonio Romera pone en duda el carácter naif atribuido a la artista: “en Violeta Parra lo ingenuo está entreverado de una intención deliberada. Quiero decir que no es tan ingenua, y la razón asume un papel, que si no es primordial no puede desdeñarse”. Romera advierte que existe un claro elemento que aleja irremediablemente la obra de Violeta de la de los ingenuos: la razón.

Razón, en este caso, no funciona como opuesto a la noción de sensibilidad o de instinto, sino que alude a la conciencia del arte, de los factores plásticos, del uso del color, de la administración del espacio. En síntesis, conciencia de representación. Pero ¿no resulta contradictorio afirmar que Violeta Parra trabaja desde la razón, siendo que ella misma declaraba no saber dibujar, o que poco conocía de las técnicas del bordado? La clave para pensar esta contradicción aparente reside en el criterio de semejanza. En los ingenuos, dependerá de la habilidad de cada pintor para acercarse a la apariencia del objeto representado, sea este parte de la realidad visible o fruto de su imaginación. Y aunque la composición traspasada a la tela diste del referente, por el desconocimiento de la perspectiva o el manejo de las proporciones, el ingenuo nunca cuestionaría la cualidad icónica de la representación artística. El caso de Violeta Parra es diferente.

Si comparamos sus cuadros con los del aduanero Rousseau, con los de los otros artistas chilenos incluidos en el diccionario de pintores ingenuos de Jakovsky, o con los de cualquier otro naïf, bastará solo un vistazo para notar que el trabajo de la autora no se mide en términos de iconicidad. Tal como anota José Ricardo Morales en su lúcido ensayo sobre la obra visual de Violeta Parra: “su arte, en lugar de incluirlo en la categoría de ‘lo figurativo’, habría que considerarlo como ‘transfigurativo’, ya sea por las configuraciones extrañas que adoptan sus imágenes como por el proceso de mutaciones continuas con el que relacionó sus temas” (p. 52).

El eje en la obra de Violeta Parra se desplaza de la mímesis. En sus cuadros y arpilleras el color es simbólico, el espacio se presenta como unidad significante, sus volúmenes escultóricos adquieren vida propia. La racionalización del hecho artístico es una operación de la vanguardia. Así, parte de la literatura artística le atribuye similitudes con algunas corrientes del arte moderno. De Ensor a Picasso, de Munch a Chagall, de Matisse a Ernst, Violeta ha sido comparada con una pléyade de artistas ubicados tras las líneas del expresionismo y el surrealismo. Se ha dicho que su pintura “no es un arte puramente naif” ya que “su técnica parece ser reinventada con cada óleo que realiza” bajo una “concepción surrealista del mundo” (Dölz y Agosín, 1992, p. 124), que su pintura “es una obra expresionista, en la que testimonia claramente su drama interior” (VV.AA., 1968, p. 73) o que sus esculturas de alambre “pudieron inspirarse directamente en algunas obras de Calder, de Pevsner o de Naum Gabo” (Morales, 2007, p. 44).

Continuando esta línea, se podría pensar el vínculo existente entre la poética de la obra visual de Violeta Parra y la corriente de la “neofiguración”, que le fue contemporánea y que debió conocer durante su estancia en Europa. La sombría proyección subjetiva en el tratamiento de la figura humana, especialmente en su trabajo pictórico y las obras de papel maché, y la disolución del espacio perspectivo, son algunos de los factores que podrían dar cuenta de esta relación.

Pero ¿buscar similitudes e incongruencias con sus antecesores no podría resultar una tarea infructuosa? Si consideramos este enfoque como único frente de lectura, perderíamos elementos de análisis tremendamente ricos, que exceden lo formal. A la filiación estilística de la obra de Violeta, se antepone otra idea, sustentada en el axioma: “toda obra genuina crea sus precursores” (Morales, 2007, p. 55), vale decir la impresión de que Violeta Parra constituye un estilo en sí mismo, ya sea por la capacidad que tuvo de aglutinar distintas corrientes, y de transgredirlas, o por la densidad de su universo simbólico, que logró conformar un léxico personal distintivo.

También se ha dicho que su obra respondería a categorías distintas a la del arte moderno. Sobre este asunto, Gaspar Galaz declaró: “Me da pena el que pretende ‘entender’ la pintura de Violeta Parra desde un punto de vista formalista, y el que busca conceptos o técnicas. ¡Eso sí que es no entender nada de la pintura, o estar más loco que una cabra! Para analizar su obra hay que olvidarse de la cosa plástica, de la lógica implícita en las artes visuales de Occidente” (Astorga, 1982, p. 8). La categórica sentencia abre la discusión respecto de la naturaleza de la obra de Violeta Parra. Si esta no pertenece a la tradición occidental del arte —asumiendo con ello que hace referencia al constructo histórico que señala una línea evolutiva tendiente a la conquista de la realidad bajo un naturalismo anclado al concepto de mímesis, puesto en duda y superado a partir del proceso de la vanguardia— ¿cuál sería esa “tradición otra” en la que puede inscribirse el trabajo de la artista?

Se ha dicho que su obra se asemeja a la de los primitivos. Evidentemente el arte de Violeta Parra poco tiene que ver con los productos culturales emanados de grupos étnicos aislados de la civilización moderna. Más bien, su asimilación con el arte primitivo funcionó como estrategia de deslegitimación de su calidad artística, o para destacar su temperamento violento y salvaje.

Otra respuesta frecuente ha sido que su obra se acerca a la tradición del arte popular. Sin intentar definir una categoría tan problemática como esta, conviene señalar los elementos que sustentan la dialéctica entre arte culto, occidental, bajo los términos propuestos, y arte popular, para lo que primero se debe hacer referencia al problema de la división entre las bellas artes y las artes menores. Esta escisión, enarbolada por el sistema académico europeo desde el siglo XVI, se sustentó gracias al criterio de utilidad. Las bellas artes no se encontraban sujetas a un fin específico, sino que, más bien, eran el resultado de la creación libre del genio que daba forma al arte; mientras que las artes menores —grupo en el que se pueden considerar las artes populares, pese a que dicha noción excede la de artesanía— serían esclavas de la utilidad, sin la cual carecían de sentido, al ser obras de menor valor, sin la originalidad que detentaba el gran arte, siendo producidas sólo para el consumo. Otro asunto a tener en cuenta es tema del desarrollo cultural, en tanto el gran arte ha sido comprendido bajo la noción de progreso, mientras que el arte popular, en cambio, sería parte de una lógica productiva premoderna que agoniza en las fronteras de las sociedades industrializadas.

Al no cumplir un fin utilitario, la obra de Violeta se distancia del arte hecho por el pueblo. Ahora, pensando en los términos de la tradición artística occidental, tampoco sería una obra hecha con el afán de despertar fruición estética a través la forma. La asociación que se puede establecer entre su plástica y el arte popular cobra sentido al analizar las fuentes iconográficas y productivas que utilizó en su trabajo.

Para Violeta Parra el arte de las capas populares no fue un fenómeno ajeno. Muy por el contrario, debido a su origen modesto, hija de una campesina y de un profesor de música, vivió su infancia y adolescencia en localidades rurales de la zona centro y sur del país, por lo que conoció muy bien las creencias, la artesanía, la oralidad y, por supuesto, la música que examinaban los estudiosos de la cultura popular. Debido a esto, le fue encomendada la creación del Museo Nacional de Arte Folklórico Chileno de la Universidad de Concepción, recopilando material para su colección por cerca de tres meses, hasta que fue abierto en enero de 1958. Para Violeta, más que tradiciones o documentos antropológicos, las cosas del pueblo constituyeron parte de un imaginario vivo.

Así, en sus arpilleras, cuadros y cerámicas reconocemos motivos como la cueca, los huasos y los cantores. Compuso, también, escenas complejas como las representadas en los óleos sobre el velorio del angelito —costumbre funeraria campesina—y su Casamiento de negros, además de obras con iconografía de la cultura mapuche, como el machitún, junto a otras de índole histórica o de denuncia social.

En la historia del arte moderno la representación del otro fue un tema muy tratado. Pero la imagen de ese otro fue abordada, generalmente, bajo una clave etnográfica. En la obra de Violeta Parra las fuentes populares no son ilustraciones de una alteridad: la relación con lo representado es simétrica. Tal como lo hace con su música, en su obra plástica las fuentes populares no se muestran como un testimonio higienizado por la acción del folclorista, sino que lo popular es transformado, recreado, transfigurado —siguiendo la lectura propuesta por José Ricardo Morales (2012)— fuera de todo criollismo, dándoles, así, un nuevo significado en la representación.

Algo similar ocurre respecto al orden productivo. Su obra no solo fue gatillada por la experimentación formal y técnica, la que indudablemente existe, sino que fue motivada por un modo de hacer que se emparenta con el del artesano. Cuando se le pregunta por su trabajo en papel maché, cuenta: “no tenía dinero para comprar pintura, entonces pensé: tengo que inventar algo que no se pueda comprar en un negocio pero que se pueda encontrar en el patio, por ejemplo. Y de pronto me acordé haber visto hace mucho tiempo confeccionar juguetes con papel. Hice una prueba, quedé contenta con el resultado, y seguí” (García, 2016, p. 108). Al igual que el artesano, sin mayores recursos, toma las cosas que la rodean para crear expresiones plásticas. Violeta aprendió de quienes podían modelar figuras con migas de pan o con el barro arcilloso de los cerros. Y donde muchos podrían ver una limitante ella encontró una virtud, la virtud de la necesidad. Muchas de sus soluciones formales y técnicas surgen desde esta necesidad. Entre otros aspectos, la poética de su obra radica en esta reinterpretación de los modos de producción tradicionales, del oficio de las alfareras, de las tejedoras, de los artistas anónimos de las clases populares.

Esta aparente “doble militancia”, que en su ambivalencia desdibuja los límites entre la tradición occidental del arte y esa tradición “otra” de las expresiones del pueblo, fue un tema central para muchos de quienes han reflexionado sobre la obra de Violeta Parra. El año 1968, la Universidad Católica le realizó un homenaje que incluyó una muestra retrospectiva de su arte plástico, junto a otras actividades que pretendieron visibilizar su figura. Se celebró una mesa redonda, en la que intelectuales, escritores, músicos y artistas, tanto chilenos como extranjeros, reflexionaron sobre las diferentes manifestaciones que desarrolló en vida.

Enrique Bello declaró que “con su espíritu sintetizador del alma popular, y su talento creador, fue una avanzada” y que “se encarnaban en ella las manifestaciones más puras de la expresión popular en todas las artes, trascendiendo su obra, sin embargo, más allá de lo popular” (VV. AA, 1968, p. 69). El escritor e intelectual peruano José María Arguedas continuó la vía de análisis propuesta, formulando su teoría sobre los tres niveles en torno a la creación folclórica. En el primero ubicaba al creador popular, al portador de folclor; en el segundo al folclorista, que, en su búsqueda deliberada del otro, fracasaba al intentar replicar sus modos de expresión y debía conformarse con generar reproducciones desprovistas del carácter de lo replicado. El último nivel, donde ubica a Violeta Parra, sería el del genio popular, que en su ímpetu de creación trasciende la obra del portador de la sabiduría del pueblo, ya que la reconfigura en una obra nueva.

Arguedas señala que Violeta Parra “crea obras de una originalidad que no puede ser confundida con ninguna otra. Al identificarse y crear sobre manifestaciones folklóricas caracterizantes de clases sociales o de razas […] realiza el milagro de lanzar todos estos elementos diferenciantes y segregantes, como un elemento unificador, universalizador, y no solamente en el plano nacional” (VV.AA., 1968, p. 72). Mientras en la idea kantiana de genio, la universalidad de la obra estaba dada por el goce intersubjetivo que despertaba la obra bella, la idea del genio popular atribuye la universalidad de la obra a la capacidad de integración de lo culto y lo popular, que en el caso de Violeta Parra se definía por la reelaboración de las fuentes populares, fuese en la música o en la plástica. No sólo hacía ingresar la cultura de los grupos subalternos a la representación en términos iconográficos, sino que, al subvertir los códigos del arte occidental en cuanto a forma y procedimiento técnico, amparada en las lógicas del arte popular, equipara lo segregado con la tradición hegemónica. Bajo una obra ajena a todo paternalismo les otorgaba la misma dignidad.

El artista Eduardo Martínez Bonati profundiza esta lectura política sobre Violeta Parra. En relación a la coyuntura social del momento declara que es una “artista moderna”, ya que, en su capacidad creadora, que integra todas las realidades, logra poner en obra la condición subdesarrollada del país, y de Latinoamérica. Dicho de otro modo, la modernidad de su obra radica en la capacidad de darle una imagen al pueblo latinoamericano, en la que se reconociera su diferencia desde un lugar que no fuese el de la dependencia cultural. Al respecto declaró: “creo que Violeta Parra es definitivamente una artista moderna. Es una artista que ha podido entender el reencuentro con realidades fundamentales […] es, creo, un desafío a la capacidad, tanto de ustedes como nuestra, de reencontrar la verdad en los objetos que nos rodean, en los mitos, en los elementos de nuestra cultura. Violeta Parra es la única persona que ha podido hacer un nuevo Arturo Prat, es la única que puede pintar una nueva crucifixión” (VV.AA., 1968, p. 74).

Ahora, esta condición de modernidad instala un asunto problemático, que es la relación de su obra con el tiempo. Tras su muerte, la idea de su constante actualidad ha sido ampliamente difundida. Sin ir más lejos, el propio Martínez Bonati dijo lamentar no haber apreciado su obra en vida, haciendo referencia a la ocasión en que montó sus tapices y cerámicas en la Feria de Artes Plásticas el año 1959, en la que ni él ni nadie había visto en realidad su trabajo, extendiendo su juicio a la sociedad de la época, la que en su conjunto no había sido capaz de valorar su obra.

La artista “adelantada”, que de alguna manera inexplicable logró ver lo que ningún otro en su momento pudo, y, por tanto, lo que ningún otro comprendió; la artista vidente que con un ojo adelante y otra atrás instaló un enigma inagotable, encuentra su lugar en una existencia extemporánea, o arraigada en un presente del que nadie más es contemporáneo.

Más de alguna vez Violeta Parra declaró sentirse fuera del tiempo que le tocó vivir. Veía en la modernidad una constante amenaza, por lo que buscó refugio en esa temporalidad “otra” del campesino, a sabiendas de su condición moribunda, de la que alcanzó a conocer únicamente sus últimos estertores. Este sentimiento de desarraigo la transformó en una trashumante que vivió en un exilio permanente, no en un exilio de lugar, sino que de tiempo. Huérfana de imágenes a las que asirse, produjo una obra capaz de integrar todos los estilos, las técnicas, los soportes y los temas; todos los tiempos y todas las sangres.

Se ha leído su producción artística bajo la noción de “obra total”, se ha dicho que bordaba pintando y que pintaba cantando. Claramente su obra es sinestésica. No obstante, al leer sus entrevistas, sus cartas y sus testimonios, pareciera ser que el material de su arte no fue la lana ni el óleo, que su instrumento no fue ni la voz ni la guitarra. En un programa radial señaló: “creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundirse, el fundir su trabajo en el contacto directo con el pueblo. Yo estoy muy contenta de haber llegado a un punto en mi trabajo en que ya ni siquiera quiero hacer tapicería, ni pintura, ni poesía así suelta. Estoy contenta de haber podido levantar la Carpa y trabajar esta vez con elementos vivos, con el público” (García, 2016, p. 113).

El hecho de que en las ferias del Parque Forestal se hubiese criticado a Violeta por presentar sus obras plásticas tocando la guitarra y cantando no hace más que confirmar la idea de su contemporaneidad, con nuestro presente, claro está, y, con el presente de mañana, posiblemente. El arte que debía servir a la contemplación, se descontextualiza con la música de su guitarra. Hoy parece factible leer en su obra una cualidad performática, en la que el afán por la integración de las artes devino en un afán por la integración del artista con el público, a través del acontecimiento, la puesta en escena y la interacción. Lamentablemente, el fracaso del proyecto de La Carpa de la Reina, y la indiferencia de un público esquivo que no logró comprender su obra, dejaron a la artista sin la materia prima que necesitaba para continuar con su oficio.

Nicanor Parra recuerda un día haberle comentado a Violeta que estaba destinada a escribir la gran novela de Chile, la gran novela de Hispanoamérica ¿Y si pensamos que ya lo hizo, y sin siquiera anotar una palabra? ¿Si fuese esta una obra abierta escrita por quien vuelve a escuchar sus canciones, por quien relee alguno de sus versos o por quien observa con atención sus cuadros y sus arpilleras?

 

Bibliografía

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Cabrera, O. (10 de diciembre de 1959). Los artistas chilenos ya ganaron la calle. La Nación.

Dölz, I. y Agosín, M. (1992). Violeta Parra o la expresión inefable. Un análisis crítico de su poesía, prosa, y pintura. Santiago: Planeta.

García, M. (ed.) (2016). Violeta Parra en sus palabras. Entrevistas (1954-1967) Santiago: Catalonia-UDP.

Jakovsky, A. (1956). Peintres Naïfs. Dictionnaire des pentres naïfs du monde entier. París: La bibliothéque des arts.

Kant, I. (1992). Crítica de la facultad de juzgar. Venezuela: Monte Ávila Editores.

Morales, J. (2012). Violeta Parra. El hilo de su arte. En Violeta Parra. Obra visual, pp. 34-57. Santiago: Ocho Libros- Fundación Violeta Parra.

Morales, L. (2003). Violeta Parra: la última canción. Santiago: Editorial Cuarto Propio.

Parra, I. (2009). El Libro Mayor de Violeta Parra. Santiago: Editorial Cuarto Propio.

Romera, A. (30 de junio de 1963). Pintura Instintiva. El Mercurio, p. 11.

VV.AA. (1968). Análisis de un genio popular. Revista de Educación, 13, 72.

 

Felipe Quijada.[1]Licenciado en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile. Actualmente está a cargo del Centro de Documentación e Investigación del Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago. … Continue reading

References
1 Licenciado en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile. Actualmente está a cargo del Centro de Documentación e Investigación del Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago. Investigador responsable y co-investigador en proyectos relacionados con el arte chileno y el arte popular latinoamericano. Ha publicado parte de sus ensayos e investigaciones en las siguientes publicaciones colectivas: Catálogo Razonado. Colección Museo de Arte Contemporáneo (2017), Siete premios Maestro Artesano (2017) y El juego en el arte popular: Juegos de ayer y hoy (2017).