El desarrollo cultural de la transición: un progresismo de mercado – Pablo Torche

Tras la recuperación de la democracia en el año 1988, Chile inició un ciclo aparentemente muy exitoso de desarrollo económico, profundización del sistema democrático y ampliación de las libertades individuales, que hoy, sin embargo, se ve puesto en tela de juicio en su conjunto. El rápido proceso de modernización del país, que tiene para exhibir principalmente el aumento del ingreso, la drástica diminución de la pobreza y la apertura económica, aparece actualmente cuestionado bajo la consigna de una crisis general del modelo. De pronto, Chile parece reconocer una serie de sombras y falencias de un ciclo que, hasta el momento, solo había mostrado luces rutilantes de éxitos y avances.

En contraposición con los tradicionales indicadores de crecimiento, ingreso per cápita y otras cifras macroeconómicas se destacan ahora los rezagos en materia de distribución del ingreso, los déficits en la calidad y equidad de los servicios sociales (en particular educación, pero también salud y pensiones), las precarias condiciones de empleo y, sobre todo, la gran segregación social y cultural y los extendidos bolsones de pobreza y marginalidad que no han podido ser integrados al proceso de desarrollo del país.

En buena parte de la discusión pública predomina la sensación de que el rápido crecimiento, que nos tiene supuestamente ad portas del desarrollo, es más bien una ilusión, construida exclusivamente sobre la base del aumento del poder adquisitivo, pero que carece de un sustrato social y cultural más de fondo: un desarrollo de alguna manera “de cartón”.

La crítica más generalizada para fundamentar este diagnóstico se centra en un modelo económico que habría incurrido en una liberalización excesiva, terminando por privatizar y mercantilizar buena parte de la vida social. Las principales consecuencias de esta tendencia serían precisamente la desigualdad y desintegración social, la acumulación de la riqueza, la precarización de los servicios básicos, la segregación y la marginalidad. En un sentido más profundo, este contexto económico explicaría una sensación de insatisfacción generalizada, asociada a una sociedad crecientemente individualista y competitiva, con muy pocos vínculos sociales y donde las relaciones que priman, tanto en la vida pública como privada, son fundamentalmente de carácter económico.

La primera señal de alerta en este sentido la emitió el Informe del PNUD del año 1998, titulado Las paradojas de la modernización, al advertir el descontento de una sociedad que tendía a la disolución de vínculos comunitarios y referentes de identidad, provocando una aguda crisis entre los chilenos. El sociólogo Eugenio Tironi también exploró esta tesis en su ensayo El sueño chileno. Comunidad, familia y nación, donde postulaba el anhelo de volver a recuperar un tejido comunitario por parte de la sociedad chilena.[1]Tironi, Eugenio (2005): El sueño chileno. Comunidad, familia y nación, Santiago, Aguilar. Este tipo de interpretaciones o advertencias ha encontrado una resonancia dramática en la explosión del movimiento estudiantil de 2011, donde el malestar y la incertidumbre se volvieron masivos y potencialmente desestabilizantes. A propósito de las demandas concretas de este movimiento, una de las explicaciones más difundidas de la crisis, levantada por el sociólogo Alberto Mayol, se relaciona también con la excesiva liberalización y mercantilización de la sociedad chilena, algo que ha dado en llamarse modelo neoliberal.[2]Mayol, Alberto (2012): El derrumbe del modelo, Santiago, Lom.

En este contexto de análisis —ya muy desarrollado—, la hipótesis de este artículo busca proponer un fenómeno muy similar, o mejor dicho de carácter análogo, para el terreno propiamente cultural. Hasta ahora, la crítica al modelo de desarrollo de Chile se ha centrado indudablemente en la esfera económica, dependiente por supuesto de las decisiones políticas, pero se ha dicho poco de la evolución particular del ámbito cultural, sus instituciones, sus tendencias y sus discursos. De esta forma, se pretende desarrollar aquí una visión crítica del camino que ha seguido el desarrollo cultural de Chile en estas dos décadas, indicando procesos similares a los descritos para la crisis del modelo económico.

En este sentido, se rastrea un devenir cultural que ha estado marcado también por un énfasis principalmente liberalizador. Al igual que en el plano económico, este desarrollo ha dado cuenta de un importante crecimiento de las actividades culturales, así como también conquistas significativas en términos de ampliar la libertad de expresión y profundizar el respeto y el ejercicio de las libertades individuales. No obstante, de modo similar a la crisis del modelo económico, detrás de estos notorios avances y logros se detectan también una serie de falencias y elementos problemáticos. Jaloneado principalmente por un impulso liberalizador, el ámbito cultural del país presenta resultados muy dudosos en términos de la ampliación de las audiencias o la profundización o indagación de tendencias culturales novedosas y enriquecedoras. Por el contrario, a la luz del presente, parece ser que las transformaciones culturales más significativas de las últimas décadas se relacionan más bien con las industrias culturales masivas, cuyo principal objetivo es conectarse con un segmento amplio del mercado, que le permita tener réditos económicos y cuyo ejemplo más paradigmático lo constituye la farándula. Guiado por un énfasis liberalizador, el desarrollo cultural del país ha adquirido fundamentalmente un sesgo de mercado, algo que se denomina críticamente un progresismo de mercado que tiene componentes muy problemáticos para el ámbito cultural del país.

 

El desarrollo cultural de la transición: de la censura al mercado

En el ámbito propiamente cultural, el desarrollo del país en estas últimas dos décadas ha estado marcado, por un lado, por una recuperación y fomento de la alicaída creación artística que dejó la dictadura y, por otro, por un fuerte impulso a la libertad de expresión y un fortalecimiento de las libertades individuales en general, en un proceso llamado a veces de apertura valórica.

La primera de estas tendencias ha sido impulsada fuertemente a través de una política de fondos concursables, la que se ha visto beneficiada también por el clima de mayor tolerancia, respeto y valoración de la actividad artística que los gobiernos democráticos han buscado favorecer. La segunda tendencia, por su parte, se ha constatado en medidas tan relevantes como ley de divorcio, la incorporación de planes de educación sexual en los colegios, la ley contra la censura y una serie de iniciativas tendientes a profundizar el respeto y la igualdad de las minorías sexuales, por citar algunos ejemplos. Todas estas reformas se relacionan con una limitación de la intervención estatal en la vida privada de las personas, y comportan por tanto un tinte liberalizador, tendiente a resguardar el ejercicio de la libertad personal de cada quien, reduciendo el control estatal o externo de cualquier tipo.

Es interesante destacar que en el caso de ambos movimientos —el estímulo de la actividad artística y la ampliación y resguardo del ámbito de acción individual—, el horizonte normativo que ha guiado el desarrollo cultural de la transición ha estado marcado fundamentalmente por un énfasis liberalizador, que propende a una mayor libertad, tanto en el ámbito propiamente cultural, como de las costumbres y la vida privada en general.

Este énfasis es destacado por la mayor parte de los analistas que han buscado una interpretación cultural de este periodo. Según Tironi (1994), por ejemplo, los énfasis culturales de los primeros gobiernos de la Concertación se relacionaron principalmente con una preocupación por la libertad de expresión y un control o disminución del dirigismo estatal. Esta prioridad también parece clara en la definición de las políticas culturales para el país entre 2005 y 2010,[3]Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (2005): Chile quiere más cultura. Definiciones de política cultural. 2005-2010. donde se pone el foco en el clima de libertades públicas, el aumento del bienestar social y económico, las mejoras educacionales, la existencia de apoyos públicos y la interacción con el exterior. En palabras de De Cea, por ejemplo, este documento pone énfasis en la “democracia, fin a la censura, libertad de expresión, libertades públicas” (p. 5). Los ejes de la Política Cultural 2011-2016, también se centran en la promoción de actividades artísticas y culturales (con un fuerte énfasis en el crecimiento cuantitativo de las mismas) y en el fomento de la participación y difusión de dichas actividades. El énfasis más propiamente simbólico está dado por el fortalecimiento del patrimonio cultural, planteado como un objeto de proyección y difusión a nivel internacional. Si se analizan los 14 objetivos estratégicos planteados por esta política, llama la atención un fuerte énfasis en desarrollar la cultura desde una perspectiva industrial, con objetivos de carácter funcional, o de mercado, donde priman las ideas para visibilizar, fomentar, instalar, promover y proyectar una serie de elementos muy concretos como la oferta artístico cultural, las plataformas digitales o los bienes y servicios culturales, por citar algunos ejemplos. Preocupaciones por la discusión, reflexión, crítica o renovación de aspectos más propiamente culturales, como los sentidos identitarios, los referentes culturales externos, la síntesis de nuevas formas de hacer cultura o las transformaciones socioculturales más amplias del país aparecen comparativamente menos valoradas.

En efecto, después del autoritarismo y la represión de la dictadura, el ámbito cultural del país necesitaba como condición básica para cualquier oportunidad de desarrollo, una ampliación y profundización fundamental del espacio de libertad, ya fuera para la creación artística especializada, como para el ejercicio de los derechos individuales tan fuertemente conculcados antes de 1989. En este sentido al menos, el desarrollo cultural de los últimos 23 años no ha estado tan distante del desarrollo económico: ambos casos se han visto guiados por principios y medidos por parámetros de carácter principalmente liberalizador.

Es posible rastrear este impulso en al menos dos ámbitos complementarios del desarrollo cultural. Por un lado, desde un punto de vista propiamente económico, la liberalización cultural ha tendido a hacer crecer la actividad artística y creativa de forma ciertamente notable. Del cuasiexterminio en el que subsistía durante la dictadura, la actividad artística y cultural ha experimentado en democracia un importante aumento, fruto por una parte del desarrollo económico general del país y, por otra, de una serie de políticas especialmente orientadas a la inyección de recursos en el terreno cultural, en particular a través de fondos concursables.

Es interesante notar en este sentido que el estímulo a la actividad artística ha sido concebido principalmente como un problema de recursos y, aún más, la fórmula escogida para inyectarlos remeda de alguna forma la del estado subsidiario, repartiendo montos de subvención cada vez más cuantiosos a una serie de actores privados sin ninguna coordinación entre sí, a cambio de ciertos indicadores de producción, gestión o eficiencia cultural.

Por otro lado, el impulso liberalizador de la cultura ha tenido también una expresión propiamente simbólica, o, si se quiere, un contenido privilegiado, que de alguna forma ha guiado la explosión de actividades artísticas gestadas y financiadas en este periodo. En ausencia de cualquier clase de dirigismo estatal, prioridad nacional o proyecto país, el contenido central de este súbito e intenso desarrollo cultural ha sido precisamente el concepto de libertad en sí mismo, ya sea entendido como libertad de expresión o bien en torno a la noción de las libertades individuales. Enmarcados por una serie de iniciativas legales tendientes a asegurar el resguardo de las libertades básicas y el respeto por la diversidad, han prosperado también una serie de discursos y referentes culturales novedosos, asociados a la valoración y al fortalecimiento de los mayores grados de libertad de la que goza nuestra sociedad en la actualidad.

Se trata, por otra parte, de dos tendencias que se entrelazan y alimentan mutuamente. La mayor actividad creativa y cultural da cauce y sirve para construir precisamente las distintas corrientes de opinión, nuevos referentes culturales y lenguajes estéticos. Y asimismo, el fortalecimiento de un discurso que valora y potencia por sobre todo la posibilidad de decir lo que antes no se podía decir, de probar nuevos caminos y cuestionar los pasados estimula también una creación artística más profusa y variada. De la misma forma que en el plano económico, la liberalización cultural ha comportado por un lado un rápido crecimiento de la creación artística y, por otro, de los discursos o sentidos en los que esta creación se sustenta e inspira.

Al igual que en el plano económico, sin embargo, esta marcada liberalización cultural resulta también problemática en una de sus caras, que ha sido hasta ahora poco explorada desde una perspectiva crítica. Inscrita en una dinámica de mercado y, aún más, en una sociedad en sí misma crecientemente mercantilizada, la actividad cultural se reduce frecuentemente a un aspecto puramente cuantitativo, a veces comercializable, que constituye el principal parámetro de su valor o éxito. De esta forma, el desarrollo cultural se ha tendido a observar simplemente como un aumento cuantitativo de actividades culturales: más obras o productos de creación artística, más audiencias, más inversión o gasto asociado. Sobre la base de estos criterios, el concepto de desarrollo cultural ha tendido a asimilarse con una visión unívoca de progreso, de la cual queda excluida una reflexión mayor sobre los contenidos, la calidad o el valor estético de los referentes discursivos, culturales y políticos que se están generando.

De esta forma, el producto cultural del país crece, en un sentido estricto, pero no sabemos si ese crecimiento contribuye o enriquece efectivamente el espacio simbólico de la nación, los sentidos y subjetividades al interior de los cuales se desenvuelven los sujetos.

Más aún, cualquier pregunta sobre el valor de los sentidos culturales que surgen y se estimulan resulta en sí misma problemática, porque entra en crisis precisamente con el principio rector de la liberalización cultural, y tiende a ser confundida rápidamente con un gesto de censura, o al menos de nocivo conservadurismo. Así, el movimiento mismo de poner en cuestión el desarrollo cultural resulta de alguna forma proscrito, bajo la excusa de un carácter supuestamente represivo o censurador.

Un proceso similar, y ciertamente relacionado, se constata en relación con la ampliación de los grados de libertad en sus más diversas acepciones: libertad de expresión, libertad artística y libertades individuales de distinto tipo. También a este respecto predomina una concepción casi cuantitativa para valorar los avances culturales. El parámetro fundamental lo constituye una consideración rígida del nivel en que se amplían los límites de la libertad de expresión, o la flexibilización de las costumbres de la vida privada. Así, el valor cultural de una iniciativa, obra o producto se asimila a su capacidad de ejercitar un mayor grado de libertad, de ampliar el límite de lo establecido. La mayor libertad se equipara en sí a un mayor desarrollo o valor cultural, con lo que se deniega un proceso de reflexión más profundo o complejo respecto del verdadero sentido de esa libertad.

Estas dos tendencias se ejemplifican muy bien en el decurso que efectivamente ha tomado el progreso cultural del país de las últimas dos décadas. En general, las transformaciones culturales se han orientado a una ampliación cuantitativa de la actividad cultural, sin ninguna consideración por su capacidad de interpretar los sentidos o encarnar alguna clase de identidad nacional, por citar dos rasgos característicos. Al asimilar valor cultural simplemente con un aumento cuantitativo de espectáculos, o una extensión en los grados de libertad de expresión, se ha desconsiderado por completo el campo de la reflexión crítica respecto de qué es efectivamente cultura y cuál es su interacción con otros procesos sociales e históricos del país.

En este contexto, no es de extrañar que el desarrollo cultural de la transición haya tomado el único camino que puede seguir un impulso prioritario de liberalización: una dinámica comercial. Con esto no se quiere decir que el valor cultural esté por completo ausente, sino que el único parámetro por el que se juzga la actividad cultural es un parámetro principalmente comercial.

Lo que se valora principalmente desde esta perspectiva es por un lado una visión completamente cuantificable de la cultura, articulada sobre la base de la masividad o alcance de los fenómenos culturales y, por otro, de una agenda de carácter liberal. Se trata por tanto, de un discurso que asimila progreso cultural a elementos esencialmente vinculados con una ideología de mercado, un progresismo de mercado.

En este contexto, no es de extrañar que los principales desarrollos culturales del periodo correspondan a fenómenos de carácter más bien comercial, antes que propiamente cultural. Se pueden contabilizar aquí desde los multicines hasta el teatro de entretención, pasando por medios de comunicación y una partilla televisiva que han buscado sacar rédito de las transformaciones culturales del país.

Desde este punto de vista, es en realidad cuestionable que el ámbito cultural se haya ampliado y diversificado a lo largo de estas décadas. Por el contrario, una buena parte de la actividad cultural ha tendido a homogeneizarse en torno a objetivos de mercado, buscando conectarse principalmente con tendencias o hábitos masivos de la población, que permitan obtener una comercialización rápida y exitosa. La búsqueda cultural propiamente tal, así como la construcción de referentes estéticos, o la exploración de sentidos culturales, se precariza, o bien adquiere valor solo cuando son capaces de conquistar a una audiencia masiva.

El caso más paradigmático de este desarrollo es la farándula, que constituye quizás la transformación cultural más extendida del Chile de la transición. Instrumentalizando por un lado un discurso de corte liberalizador, y, por otro, presto a sacar rédito de todas las esferas de la vida, incluida la privada, la farándula constituye la síntesis perfecta de las dos principales tendencias culturales del Chile de la transición.

 

Dos ejemplos del progresismo de mercado

Más allá de estos casos que ya han recibido bastante atención crítica, quisiera proponer a continuación dos casos particulares, de esferas muy distintas, pero que constituyen a mi juicio ejemplos característicos de este progresismo de mercado que ha dominado el desarrollo cultural del país a lo largo de la transición.

Se trata por un lado del programa de radio El chacotero sentimental, popularizado en 1996 por el locutor Rumpy, y que tenía por objeto hablar abiertamente por radio de problemas y dinámicas de carácter sentimental y sexual, que en general no eran expuestas por los medios de comunicación. El segundo es el periódico The Clinic, surgido en 1998 a raíz de la detención de Pinochet en Londres con el objeto de celebrar el evento y cuestionar en general los referentes de autoritarismo que aún subsistían en la sociedad.

Ambos productos presentan similitudes interesantes que los hacen sintomáticos del desarrollo cultural que he intentado describir. Interesantemente, sin embargo, ninguno de ellos ha recibido una atención crítica destacada en el análisis de las transformaciones culturales del país, siendo escasa la bibliografía especializada que los incluya como objeto de análisis.

Tanto The Clinic como El chacotero sentimental dan cuenta de una expresión de libertad completamente inimaginable en dictadura. Representan en este sentido, una forma muy concreta y palpable de ejercitar o hacer uso del nuevo espacio de libertad conquistado en el país. Antes de analizar el contenido mismo de estos proyectos, resulta interesante destacar que su posición en el ámbito cultural tiene un valor primero que nada como gesto de carácter iconoclasta: representan la posibilidad concreta de inaugurar un nuevo espacio cultural y hacer uso de ciertas licencias recién conquistadas por la sociedad chilena.

Este rasgo, que comparten tanto The Clinic como El chacotero sentimental, permitió de modo muy concreto hacer entrar una serie de críticas y cuestionamientos al establishment político, cultural, religioso y social, que hasta la fecha no había tenido cabida en los medios oficiales. En el caso de The Clinic, este gesto de apertura tuvo que ver con una serie de elementos de carácter principalmente —aunque no únicamente— político, expresados en la posibilidad de objetar, burlarse e incluso descalificar una serie de figuras de autoridad. El Chacotero sentimental, por su parte, se centró más bien en poner en la discusión pública una serie de temáticas de orden sexual y sentimental que permanecían vedadas hasta entonces del discurso público u oficial.

Resulta también sin duda significativo el hecho de que ambos proyectos obtengan un éxito comercial indudable, quizás sorpresivo. De alguna forma estos dos ejemplos descubren una nueva audiencia, que no había encontrado hasta la fecha vías de expresión a través de los medios, y que, según se demostró entonces, tenía una dimensión ciertamente muy masiva. Los rasgos, o si se quiere, las claves del éxito de ambos proyectos son en efecto la exploración de este nuevo espacio de libertad a través de la utilización de un lenguaje más informal, pero sobre todo la desacralización de símbolos tradicionales de estatus, o bien de prohibiciones o restricciones impuestas.

En este sentido, los dos medios constituyen un gesto renovador y liberador, que permite decir lo que antes no se podía decir. No importaba tanto qué se dijera, sino el hecho mismo de que antes estuviera prohibido lo que volvía valioso el que ahora sí se pudiera expresar.

El qué de estos medios, y el discurso que adoptan o construyen que está condicionado por su origen, también presenta convergencias dignas de destacar. Se trata de un discurso basado fuertemente en una liberalización cultural de carácter negativo: es la trasgresión, o la crítica a la autoridad lo que les otorga su valor central, más que el aporte u originalidad de su discurso cultural como tal. Se construye así un discurso liberalizador o progresista que adquiere valor precisamente de manera inversamente proporcional a las normas, símbolos o referentes de autoridad que antes existían y que ahora se subvierten o destronan.

De esta forma, si bien ambos medios capturaron el espíritu de los tiempos, su contenido mismo aparece problemático, en tanto no se funda en una propuesta o ideología más sustantiva, sino principalmente en la reacción frente a patrones previos de represión. Por el contrario, al correr del tiempo las ideas o principios de ambos medios comenzaron a confundirse significativamente con el dominio de la farándula, o la prensa sensacionalista o amarilla. Más allá de su origen, ambos proyectos empiezan a confundirse con un movimiento de carácter más superficial y banalizador, orientado más bien a obtener réditos comerciales, antes que ejecutar una operación efectivamente crítica.

El enorme éxito comercial de ambos programas también resulta significativo y a la vez problemático, pues también determina sin duda la agenda. Dominado por un interés de contactarse con audiencias cada vez más masivas, ambos medios revelan inevitablemente una tendencia a hegemonizar contenidos culturales en torno a los intereses de la mayoría.

Esta convergencia es interesante y a la vez problemática, porque por un lado se trata de una apertura cultural y exploración de zonas nuevas, y por otro, una fuerte tendencia a comercializar, y a la larga lucrar (por usar el vocablo de moda), a veces con resorte al sensacionalismo o al morbo.

Este dilema o encrucijada es característico del Chile de la transición. Por un lado, se hace un uso y ejercicio de las crecientes posibilidades de expresión, pero por otro este ejercicio de la libertad conduce a fenómenos de comercialización o banalización cultural. De esta forma, buena parte de las transformaciones culturales del país han ido derivando rápidamente en contenidos de farándula o que solo persiguen una comercialización cada vez más efectiva de los productos culturales generados.

Los discursos culturales terminan fundiéndose, de manera muy evidente con objetivos meramente comerciales, inspirados lejanamente en una vaga agenda liberal o progresista, sin ningún sustrato de fondo real. Este resultado refleja de alguna forma el dilema del desarrollo cultural chileno, en tanto que el desarrollo cultural ha terminado ajustándose de forma más efectiva al mercado, pero con un muy escaso valor en términos de resistencia cultural o sociopolítica (en un sentido amplio) o bien siquiera en un sentido crítico, en la línea de poner en cuestionamiento los referentes o símbolos aceptados de forma más convencional o masiva. El hecho de que los proyectos que adquieren su valor en tanto gestos de insubordinación terminen convirtiéndose en marcas culturales masivas de enorme valor comercial, termina por convertirse en el resultado más emblemático de un progresismo de mercado.

La reacción dialéctica frente al autoritarismo y dirigismo dictatorial, en el sentido de oponerle, en el terreno cultural, un énfasis libertario termina en un desarrollo en crisis, que no garantiza efectivamente un medio cultural más amplio o profundo. En este contexto, el desarrollo o renovación del terreno cultural puede terminar muchas veces transformado simplemente en un producto mercado más efectivo, o mejor ajustado a una determinada audiencia o demanda.

Desde este punto de vista, resulta válida la comparación entre desarrollo económico y desarrollo cultural, pues este último, al igual que el primero, parece haber escondido una serie de vacíos o aspectos problemáticos que los aparentes éxitos no dejan ver. Se constata también en ambas esferas una vinculación mucho más concreta entre las dinámicas del mercado y las dinámicas culturales que han dominado el país durante las últimas dos décadas. De esta forma, el desarrollo cultural, más allá de estar orientado sobre una base de liberalización de modo general, ha expresado también una orientación definida principalmente por objetivos de mercado. Así, lo que observamos como desarrollo cultural, puede ser visto también como una conversión creciente de un proyecto de liberalización cultural en un proyecto de mercantilización cultural, de consecuencias todavía imprevisibles y escasamente abordadas desde una perspectiva crítica o teórica.

 

Referencias bibliográficas

Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (2005): Chile quiere más cultura. Definiciones de política cultural. 2005-2010.

De Cea, Maite (2012): “Ideología política y política cultural en el Chile contemporáneo: continuidades y rupturas”, en Revista Observatorio Cultural, septiembre.

PNUD (1998): Informe de desarrollo humano. Las paradojas de la modernización, Santiago, PNUD.

Tironi, Eugenio (1993): “Cultura y comunicaciones en una época de transición (Chile, 1990-1994)”, revista Proposiciones n° 25, 1994, pp. 63-75.

 

 

Pablo Torche.[4]Psicólogo educacional de la Pontificia Universidad Católica y Magíster en Literatura Inglesa por la Universidad de Londres. Fue co-editor del libro Consumo cultural en Chile miradas y perspectivas … Continue reading

References
1 Tironi, Eugenio (2005): El sueño chileno. Comunidad, familia y nación, Santiago, Aguilar.
2 Mayol, Alberto (2012): El derrumbe del modelo, Santiago, Lom.
3 Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (2005): Chile quiere más cultura. Definiciones de política cultural. 2005-2010.
4 Psicólogo educacional de la Pontificia Universidad Católica y Magíster en Literatura Inglesa por la Universidad de Londres. Fue co-editor del libro Consumo cultural en Chile miradas y perspectivas junto con Carlos Catalán y ha realizado numerosos estudios y consultorías en temas de políticas culturales, educación, televisión y otros.