I
Las investigaciones sobre institucionalidad cultural en América del Sur abordaban la cuestión de manera fragmentada, en general, en estudios particulares en cada país. Existe una escasa tradición de investigación exhaustiva que muestre los modelos de gestión pública de la cultura en el mundo como el perfil institucional con que los estados del continente encaran la cuestión. Con posterioridad a los años noventa, época de auge del estado neoliberal, la mayoría de los países adoptó en sus definiciones y declaraciones de principios -en cuanto a los objetivos de las gestiones públicas en cultura- una mención a la construcción de ciudadanía y a la inclusión social. Al mismo tiempo, incorporaron al discurso oficial sobre la política cultural la idea de revalorizar la identidad nacional, construcción de ciudadanía e inclusión social como tres ideas fuerza que impregnaran diversas acciones culturales por parte del Estado. Si se comparan esas definiciones con las de la década anterior, el rol que se le asigna a la cultura y a la gestión pública en cultura es notablemente distinto. En el caso de los gobiernos neoliberales, la función se mantiene en una visión conservacionista, ligada al patrimonio histórico como paquete inmovilizado y a las bellas artes, como rasgo de la alta cultura a custodiar y difundir.
Tales enunciados parecían aludir, de manera novedosa, no sólo a los fines de la propia gestión cultural sino a la motorización de un conjunto de acciones que, pudiendo derivarse de esos compromisos, podían verse plasmados en el despliegue de otras áreas transversales al Estado. En principio, resaltan la ampliación del campo de la cultura desde un concepto restringido de patrimonio y bellas artes a la incorporación de los derechos culturales y el acceso a bienes y servicios culturales, es decir, una apertura hacia las industrias culturales y hacia la inclusión social. La problemática de los fines y el alcance de las áreas culturales en América Latina ha sido analizada con creciente interés en las últimas décadas, casi siempre en el tono de la imprecisión de sus objetivos, la limitación de su estructura y sus funciones, su aspecto subalterno o secundario en el Estado, de baja intensidad.
II
Recientemente, el programa SICSUR se embarcó en una empresa para saldar esa deuda. La publicación “Los Estados de la Cultura, estudio sobre la institucionalidad de los países miembro del SICSUR”, es el resultado de dos años de trabajo coordinado entre las instituciones de cultura de los diez países que integran el SICSUR, bajo la dirección del Departamento de Estudios del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA) de Chile, respondiendo a la necesidad continua de revisión de la institucionalidad en la construcción de los Estados. La investigación exploró los distintos modelos de gestión de la cultura en diez estados sudamericanos, para saber cómo determinan el campo de acción de la política pública en cultura. Por ejemplo, hasta hace pocos años, en los países de América del Sur la cultura era comprendida como una rama de la educación, esquema que aún mantiene la República Oriental del Uruguay. Este modelo de gestión encuadra la política cultural a la política educativa o la incorpora como complementaria. Sin suponer un juicio valorativo sobre los organigramas de los Estados, en el estudio realizado se resalta que durante un período considerable, que empieza a cerrarse recién a mediados de la década pasada, la arquitectura estatal consideraba a la cultura como una de las tantas columnas que sostenía el sistema educativo, por lo que correspondía su administración por parte de los ministerios de educación. Los movimientos recientes dentro de las estructuras estatales demostraron que un modelo de gestión donde educación y cultura recaían en un mismo compartimiento era demasiado rígido para las transformaciones de la época. Así comenzó en el continente un período de discusión sobre el rol del Estado en la cultura, período que lejos de terminar continúa de manera intensa en todos los países de América del Sur.
III
Tanto en ámbitos constituyentes como en instancias de los poderes legislativos y ejecutivos, los organizadores y administradores de los países piensan las maneras en que el Estado se debe relacionar con la cultura a través de la gestión y las políticas culturales.
La redacción de las constituciones de Estado y sus reformas muestran los clímax en la reflexión de nuestras sociedades, su forma de organización, las fuentes de legitimidad política y las diversas formas de ejercicio del poder del pueblo, así como la organización de la administración de ese poder.
Y, a su vez, tanto la sanción de leyes como de decretos presidenciales tienen poder constituyente de facto, el cual impacta directamente en la creación de los ministerios de cultura en América del Sur. De este modo, se observa que tanto los países que están pasando por refundaciones de sus estados –como Bolivia, Ecuador y Venezuela– como quienes se inscriben en una corriente reformista de la institucionalidad heredada –Argentina, Brasil, Chile, Perú, Colombia y Uruguay–, han abierto canales para reflexionar y operar sobre la cultura (o las culturas) de su pueblo.
Sin embargo, ambos grupos de países no operaron del mismo modo ni al mismo tiempo. El primer país en sancionar una ley que crea su ministerio de cultura fue Brasil en 1985. También en Colombia, Chile, Paraguay, Perú y Venezuela los ministerios de cultura fueron creados por ley. En cambio en Argentina, Ecuador y Bolivia los organismos rectores de la política pública en cultura nacieron de decretos presidenciales. Por su parte, la Secretaría de Cultura del Uruguay se encuentra bajo la órbita del Ministerio de Educación y Cultura, que también fue creada por una ley en 1975. La importancia de la distinción entre la creación por debate parlamentario o sanción de decreto se vincula con las formas de participación ciudadana. En el debate parlamentario, previo a la sanción de una ley, la ciudadanía tiene oportunidades de participar de la discusión sobre las competencias y alcances de la institución en cuestión, a través de sus representantes políticos y/o mediante audiencias públicas. En la sanción de un decreto ese espacio se circunscribe a un estamento técnico que depende directamente del poder central y, si bien pueden generarse mecanismos de apertura y consulta, el espacio decisorio se acota al partido gobernante.
IV
La creación de los ministerios vincula la gestión cultural con lo más alto de la política nacional. En nueve de los diez países, el responsable de cultura es directamente designado por el presidente. De este modo, se crea una relación de responsabilidad política sobre la gestión cultural que antes no existía, igualando en jerarquía a la cultura con otras áreas de competencia pública, como lo son educación, economía y defensa. El resultado de este proceso termina en un conjunto de instituciones con objetivos diversos. Lo que todavía queda abierta es la evaluación de la forma en que esta política cultural ampliada generó, en el marco de una suerte de modernidad tecnológica, un espacio de acción mayor para el Estado, que todavía requiere sistematización y una serie de regularidades que impliquen una valorización de las prácticas sociales que este giro a la inclusión supone.
Aún huérfana de una formulación más sistemática en términos político-culturales, la inclusión social implica para esta concepción el acceso a bienes y servicios materiales, pero también la construcción social culturalmente hablando de una nueva cualidad. Consolidar el resurgimiento de un estilo de ilustración popular, de una nueva expresión de lo popular, es condición necesaria para la reinscripción de la ciudadanía desde una respiración estatal que intenta conducir los resortes técnicos, los recursos simbólicos y la renta económica, en un contexto histórico de mayor igualdad y libertades públicas.
V
El fortalecimiento de la institucionalidad cultural ha sido uno de los pasos necesarios de los movimientos políticos recientes, en el camino de clarificar y darle sustento a una nueva mirada de los Estados sobre la política cultural. En un tiempo en el que los asuntos culturales y comunicacionales se debaten a nivel global, en organismos culturales y educativos como la Unesco pero también en foros que fomentan el libre comercio como la OMC, la OCDE y el G8, resulta necesario que la región sudamericana tenga sus propias fuentes, sus propios datos y su propia institucionalidad. Para ello, la conformación de espacios de gestión pública regional como el MERCOSUR Cultural y la UNASUR, se ha constituido en una herramienta al servicio de las políticas culturales de nuestros países, aportando a la construcción de indicadores, diagnósticos y pautas de gestión. La cultura representa el 2% del PBI regional en promedio, por encima de sectores estratégicos como la pesca y la minería. En algunos países alcanza el 3,7%. En la última década los países del SICSUR invirtieron alrededor del 0,21% de su presupuesto en cultura, lo que aún está muy por debajo de las sugerencias que estiman que no debería ser inferior al 1%.
En tal sentido, vale la pena destacar que sólo la construcción de una masa crítica de información y de gestión permitirá afianzar en la región un futuro común de soberanía, progreso e igualdad para los pueblos. Sin embargo, la región tiene aún pendiente una agenda de integración en materia cultural. Un aporte al encuentro histórico de los países, que piense en la cultura como una herramienta de transformación social, y también reconozca que es un campo de intersección de un gran cambio tecnológico que recién empieza.
Gabriel D. Lerman.[1]Licenciado en Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Investigador del SINCA (Sistema de Información Cultural de la Argentina) www.sinca.cultura.gov.ar
↑1 | Licenciado en Comunicación de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Investigador del SINCA (Sistema de Información Cultural de la Argentina) www.sinca.cultura.gov.ar |
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