Las disputas por la interpretación y resignificación del pasado reciente en América Latina ocupan un lugar central en los debates sobre cultura, política e identidad, pese a que su abordaje académico es relativamente reciente. Si bien Maurice Halbwachs propuso la noción memoria colectiva en 1925, su explosiva difusión y definitiva instalación en la academia tardaría décadas en concretarse, hasta encontrarse hoy frente a lo que distintos intelectuales han llamado boom de la memoria (Huyssen, 2002) u obsesión conmemorativa (Traverso, 2007), escenario donde el imperativo de recordar atraviesa gran parte de las sociedades occidentales.
En América Latina las luchas por la memoria se convirtieron en un nuevo campo de acción social y de investigación a fines de los años ochenta e inicios de los noventa. Muchos investigadores se propusieron comprender el pasado traumático de las dictaduras cívico-militares, identificando y analizando las huellas del autoritarismo en el presente. A diferencia de lo que ocurren en otras latitudes, es difícil distinguir entre la memoria como campo de estudio y la memoria como compromiso ciudadano, ya que en esta área aparece con mucha más claridad que en otras los compromisos cívicos y la subjetividad de quienes investigan.
La memoria es una noción polisémica que refiere a ideas y procesos no siempre coincidentes. Uno de esos abordajes es el que comprende la memoria como un recurso o poder societal. En muchas ocasiones se escucha hablar de la necesidad de recuperar o rescatar la memoria; operación que refiere a aquello que no debe perderse, a una suerte de tesoro que las comunidades o grupos humanos deben resguardar y proteger del olvido y de contextos amenazantes. La memoria aseguraría la continuidad y permanencia a lo largo del tiempo, operando como núcleo articulador de la identidad colectiva. Habría, desde este punto de vista, actores encargados del cuidado y la transmisión de esa memoria. Estos actores, no solo actuarían como cajas de almacenamiento del pasado, sino que tendrían la legitimidad para establecer qué y cómo debe recordarse. En este sentido, la memoria operaría como un recurso de los sectores marginados, de aquellos que han sido excluidos de la historia oficial de la nación; una suerte de poder societal que podría activarse en función del despliegue de estrategias de resistencia de los olvidados. Expresión de ello, son las iniciativas orientadas a rescatar la historia de los pueblos indígenas, de las mujeres o de los sobrevivientes de la represión política; emprendimientos que han encontrado en la historia oral una herramienta fundamental.
Llamaremos aquí memoria social a la situación de opresión, marginalidad y refugio de la memoria ciudadana, en ausencia de un libre contrato social y en presencia del “tanque cultural” de la memoria oficial. Como tal, no es una memoria estática o congelada, sino dinámica, que se resuelve en la subjetividad de los individuos y en la inter-subjetividad de los grupos afectados por el sistema fáctico, que busca su salida lateral, su reconstitución colectiva para una vez consolidada en lo ancho, inicie un movimiento hacia lo alto, contra la memoria oficial, y para reconquistar no solo la “memoria pública”, sino también –sobre todo- la legitimidad del sistema social (o sea de reconstrucción histórica). La memoria social, más que una estructura, es un movimiento profundo de recuerdos, de origen empírico, de articulación hermenéutica, de circulación oral y de proyección actitudinal, conductual y social; o sea: un proceso de honda historicidad.
(Salazar, 2003, p. 433).
Lejos de esta mirada políticamente virtuosa, se encuentran también otros sentidos que asocian la memoria a una carga que invade el presente, porfiadamente. El pasado que no pasa se instala en el presente como un peso muerto que recae dolorosamente sobre los hombros de los sujetos, como una herida abierta, un anclaje que dificulta –o abiertamente impide– la construcción de proyectos futuros. En Chile, en especial durante los primeros años de la transición, la reiterada invitación a mirar el futuro y a dejar atrás el pasado debió enfrentar estallidos de memoria que cada cierto tiempo abrían una caja de Pandora (Lechmer, Norbert y Güell, 1998) que amenazaba los equilibrios transicionales. La política de los consensos y la estabilidad de la democracia aparecían como incompatibles con el recuerdo de los crímenes del terrorismo de Estado y de la dictadura cívico-militar. La asimilación entre memoria y sufrimiento, y entre olvido y el alivio del mismo, es una idea que estuvo presente explícitamente en el discurso de la clase política de la transición, ya que el recuerdo de los crímenes aparecía como un elemento desestabilizador y amenazante para la naciente democracia.
Asimismo, en el plano individual, hay olvidos y silencios que responden al deseo de no transmitir los sufrimientos; de ahí que muchos sobrevivientes de la represión política guarden en secreto su experiencia, aún dentro de sus círculos más íntimos, como la pareja y los hijos. El recuerdo y el relato de los hechos traumáticos pueden suponer una reedición de los mismos, es decir, pueden “volver a pasar por el corazón” las humillaciones, el dolor, las violaciones a la intimidad. Y ante el abatimiento emocional que provoca recordar, el silencio y el olvido permiten seguir viviendo. La experiencia de testimoniar puede estar cruzada por una suerte de imperativo ético: hablar por los ausentes. Este deber de memoria (Levi, 2000) recae como un mandato sobre muchos sobrevivientes que asumen la labor del testimonio como un deber, puesto que los hundidos –aquella inmensa mayoría que llegó hasta el fondo, sin posibilidades de retorno–, no pueden hacerlo por sí mismos. Se testimonia por delegación, y para explicar la impertinencia de haber sobrevivido.
La construcción de una memoria pública sobre los crímenes del terrorismo de Estado requiere que las personas expongan –a veces públicamente– situaciones en que fueron violentados no solos sus derechos políticos sino también su privacidad. El imperativo de la verdad y la justicia requiere que declaren y testimonien una y otra vez, por sí mismos y por los otros, no solo ante tribunales de justicia, sino que también ante iniciativas provenientes del mundo de los derechos humanos y la investigación académica.
No pocos sobrevivientes, movilizados por el deber de memoria hacia sus compañeros y amigos muertos o desaparecidos, repasan una y otra vez la experiencia traumática y el registro de ese dolor circula –a veces incesantemente– por distintos canales y escenarios sociales. Los testimonios dan cuenta de situaciones límite que son al mismo tiempo, íntimas y políticas, privadas y públicas, experiencias que además, si bien se inscriben temporalmente en el pasado –por haber ocurrido hace casi cuatro décadas–, son parte del presente de las personas. ¿Cómo recomponer la intimidad si el deber de memoria exige hacer públicas las heridas? ¿Puede el deber de memoria volverse en contra de las propias víctimas al demandar que recuerden una y otra vez la violencia, el dolor, las humillaciones?
Hoy en día y, en medio de esta explosión memoralística, se hace necesario enfatizar el componente intelectual de la memoria, que busca el entendimiento de los hechos y no solo su denuncia. Ello alude a la necesidad de producir un conocimiento histórico sobre ese pasado-presente, en tanto producción regulada y comunicable, lo cual supone reposicionar la noción de verdad histórica, es decir, el reconocimiento de hechos efectivamente sucedidos a partir de los cuales se elaboran memorias múltiples e incluso contradictorias (Jelin, 2003). Supone también distanciarse de aquellas posturas que afirman que la experiencia traumática de las dictaduras está más allá de lo humanamente comprensible, sosteniendo la ininteligibilidad del horror, inscribiendo la catástrofe fuera de la historia, asignando a los crímenes –y a los criminales– un estatuto fantástico o sobrenatural.
El Cono Sur latinoamericano es un territorio privilegiado para analizar las batallas por la memoria (Jelin, 2003) que se han desplegado en los escenarios post-dictatoriales, pugnas en las que se puede reconocer la presencia de distintos actores, cada uno de los cuales porta su propia memoria. Ahora bien, los conflictos por la interpretación y resignificación del pasado -en que algunos relatos desplazan a otros y se constituyen en hegemónicos- se despliegan no solo entre quienes apoyaron el terrorismo de Estado y quienes se opusieron a él; no únicamente entre aquellos sectores que han apelado al olvido de los crímenes como vía de pacificación social y estabilidad política, y los que reclaman memoria y justicia para asegurar un nunca más a la violación sistemática de los derechos humanos. Las disputas por la re-interpretación del pasado se anidan al interior de aquellos sectores que identificamos como emprendedores de memoria (Jelin, 2003) y, en consecuencia, como contrarios a la amnesia política.
De este modo, es posible identificar dos momentos en la memoria que se ha construido sobre quienes sufrieron las políticas represivas de la dictadura. En los años ochenta, la categoría de víctima fue central, pues se trataba de afirmar la verdad de los crímenes del terrorismo de Estado. Las organizaciones de derechos humanos relegaron a un lugar periférico la militancia de los afectados con el objeto de protegerles y de no entregar información que pudiese sustentar la tesis de que se trataba de terroristas o subversivos. Se trataba de establecer y demostrar la inocencia de las víctimas, y para ello fue necesario omitir sus compromisos políticos, en especial en aquellos casos en que las personas habían militado en organizaciones armadas.
En los últimos años, esta memoria centrada en la victimización ha sido objeto de críticas y cuestionamientos, ya que al mismo tiempo que despolitizaba la experiencia de las víctimas, escindiendo a las personas de los proyectos políticos que abrazaban y por los cuales fueron castigadas, reducía su condición de sujetos a una experiencia extrema asociada a la pasividad y el sometimiento, en la que se destruyó total o parcialmente su capacidad de agencia histórica.
Progresivamente, la memoria sobre el pasado reciente ha recuperado los compromisos políticos de las víctimas. Iniciativas de marcación territorial como Londres 38 (casa de tortura ubicada en el casco histórico de Santiago), visibilizan la militancia y la edad de quienes desaparecieron de ese lugar, restituyéndoles así, parte de una identidad que el terrorismo de Estado intentó borrar. Ello ha permitido que algunos sectores recuperen la experiencia militante de las víctimas, subrayando -y no pocas veces reivindicando como propias- sus batallas políticas.
Si bien podemos identificar los escenarios en que emergen y se hacen hegemónicas unas y otras memorias, sería un error suponer que la memoria militante ha desplazado la memoria de la victimización. Más bien hay una convivencia –a veces conflictiva, a veces armónica– de relatos e imágenes que se articulan en un constante movimiento. Ambas memorias surgen en momentos específicos y responden a las urgencias de sus contextos de emergencia y, si bien la memoria de la militancia visibiliza lo que antes estuvo silenciado y oculto y, por ello, contribuye a la comprensión de esa experiencia histórica, no está libre de producir sus propias mitificaciones y simplificaciones. En estas memorias abundan las figuras de la víctima y el héroe, imágenes cargadas de sentido que si no son objeto de un análisis crítico, pueden operar como núcleo articulador de un relato mitificante y una memoria épica que poco contribuye a la comprensión de nuestra historia reciente.
Referencias bibliográficas
Huyssen, Andreas (2002): En busca del futuro perdido: cultura y memoria en tiempos de globalización, Fondo de Cultura Económica, México D.F.
Jelin, Elizabeth (2003): Los trabajos de la memoria, Editorial Siglo XXI, Madrid y Buenos Aires. P.63.
Lechner, Norbert y Pedro Güell (1998): “Construcción social de las memorias en la transición chilena”. Ponencia presentada al taller del Social Science Research Council: Memorias colectivas de la represión en el Cono Sur, Montevideo, 15/16 de noviembre 1998
Levi, Primo (2000): Los hundidos y los salvados, Editorial Muchnik, Barcelona.
Salazar, Gabriel (2003): “Función perversa de la memoria oficial, función histórica de la memoria social: ¿cómo orientar los procesos autoeducativos?, Chile, 1990-2002” En: La historia desde abajo y desde adentro. Facultad de Artes, Universidad de Chile. P. 433.
Traverso, Enzo (2007): El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política; Editorial Marcial Pons, Madrid, p.12
María Olga Ruiz Cabello.[1]Licenciada en Historia, Magíster en Estudios de Género y Cultura en América Latina; Magíster en Estudios Culturales Latinoamericanos y candidata a Doctora en Estudios Latinoamericanos, todos … Continue reading
↑1 | Licenciada en Historia, Magíster en Estudios de Género y Cultura en América Latina; Magíster en Estudios Culturales Latinoamericanos y candidata a Doctora en Estudios Latinoamericanos, todos grados obtenidos en la Universidad de Chile. |
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