Vivo en una región de Chile donde la realidad se me presentó siempre, desde mi niñez, emergiendo entre la cotidianeidad. Los casos o sucesos del día a día le daban a los conocimientos guardados en la memoria de nuestros mayores una reafirmación porque seguían ocurriendo. Así fuimos construyendo nuestras propias memorias e identidades culturales. Así fuimos reconociendo lo propio y separando lo ajeno.
Patrimonio de la memoria
Una creencia mágica dice: “no sirve escribir en la arena porque se va la memoria”. Los niños de la escuela no son inteligentes, son memoriosos; para apoyarse llevan la pluma del pájaro pilque entre sus cuadernos.
Los intangibles de las culturas solo pasan de una generación a otra, o de una época a otra, a través de la memoria. Es su soporte y su transporte. Constituye el más claro mecanismo de selección que las comunidades tienen para determinar qué es lo que vale la pena mantener y cuáles serán las formas culturales que mandamos al olvido. Es el más rico proceso de confrontación entre tradición y modernidad; entre los que transmiten y los herederos. Emisores y receptores del proceso habilitan a ciertas piezas como patrimonio. Patrimonio es una categorización diacrónica. La memoria del mito nos retrae a la joven humanidad que nos conecta umbilicalmente con Caicai y Tentén Vilu, con los grandes eventos glaciales. El mito regional es mapuche, es europeo; es síntesis de esos encuentros y desencuentros étnicos. El mito se desintegra en nuestros días y a veces no es más que una fábula, pero no menos importante que el mito sincronizador de las antiguas sociedades amerindias o coloniales. Estos intangibles de nuestras culturas señorean en Chiloé, pero también están en toda la región, junto a las leyendas locales.
Es un patrimonio de las aulas, enseñando, recreando a la juventud. Poesía y puertas para la creatividad, para el futuro; para asociarnos con nuestros entornos. Para que vayamos al futuro con visiones de mundo que, de algún modo, nos modelan como comarca, nos integran; nos hacen ser.
El lenguaje, como la simbolización por excelencia de la realidad, es otro intangible que nos retrata como región, como historia, como diversidad. Hemos logrado articular distintas lenguas en formas culturales comunes y teniendo al castellano como depósito hegemónico. Empero, la lengua de la conquista ha tenido que ceder –especialmente en su léxico– al mapudungún, cuya etnia ya tenía construidas las bases materiales de este mapu y las había nombrado con sus voces.
La historia es otra gran memoria comunitaria y parcialmente escrita. Desde Alonso de Ercilla cruzando un desaguadero, pasando por toda la experiencia de la colonia que engendró a los chilotes o la gran saga de los alemanes estableciéndose en la región, transportando en sus valijas alguna vajilla y loza heredada, pero en sus memorias vienen comidas, tecnologías, costumbres y casas cuyos modelos arman los chilotes con sus maderas y artificios lúdicos.
Cada pueblo tiene su historia local contada como una larga crónica
La memoria de los dioses. La memoria de nuestra condición lúdica. La memoria de la muerte y las exequias. La memoria del mariscar, pescar, sembrar, cosechar y preparar nuestros alimentos. La memoria de la fiesta y nuestros juegos y recreaciones. La memoria de la enfermedad y sus medicinas. La memoria de relacionarse. La memoria de las prohibiciones y leyes del admapu. La memoria de los vientos y las navegaciones. La memoria de nuestros secretos comunitarios. La memoria de los árboles y animales que nos acompañan. La memoria de las tecnologías que nos extienden las manos.
La memoria es la experiencia, el pasado, lo que hemos hecho o visto hacer. Lo que no se recuerda no existe.
La memoria acumula saberes, formas de producir, de relacionarse, de simbolizar el mundo con los códigos de la supervivencia y de la reproducción.
La conversación nos permite transmitir el recuerdo; al hacerlo lo aplicamos, lo volvemos sabiduría.
Estos han sido los instrumentos de la humanidad en esta parte del planeta.
Patrimonio cultural, siempre un intangible
No es la ‘tira de casa’ la que encierra una situación valórica, con todo lo pintoresca que pudiera parecer, sino el conjunto de relaciones vecinales, tecnologías y espíritu laboral que han asentado el concepto de la minga.
Lo que se traspasa de una época a otra, o de una generación a las siguientes, para ser recreado, son prácticas sociales que encierran valores. Todo el conjunto de bienes que asociamos al patrimonio no son más que instrumentos, caras visibles de lo más profundo de la creación humana, en cada generación.
Es la síntesis que se ha hecho de la memoria y la práctica; de los códigos heredados y la contextualización en el nuevo escenario. El lenguaje, como el grado más alto de la simbolización de una cultura, nos da un claro ejemplo de lo que heredamos y de lo que cada generación recrea.
Un violín no es la música. Pero a través de un violín rústico, que es una reinterpretación naif del modelo externo, de lo material, un pueblo hace música para ser decodificada de acuerdo con su concepto musical, melódico y rítmico. Tal vez un stradivarius no sería tan preciso como un violín de alerce, que suena desde la madera; y un santo patrono que pudiera parecer un mamarracho para un purista ortodoxo es la imagen que el pueblo construyó para estar tocando a la divinidad en una rusticidad que le es familiar.
Nuestra región no ha heredado grandes monumentos. Tal vez la arquitectura es su fuente más preciosa. Lo que hemos adquirido a través de las culturas es una forma de habitar; una forma de distribuir los espacios interiores y de crear el ropaje de madera para la lluvia.
¿Qué pasa con el patrimonio?
Durante las últimas tres o cuatro décadas nos hemos involucrado con el patrimonio, especialmente reflexionando respecto a las políticas que permitan considerar este factor sociocultural en el desarrollo. En un primer momento nuestra acción fue fundamentalmente rescatista. Tratamos de evitar que se cortaran 118 mil hectáreas del bosque nativo: proyecto Astillas Chiloé (1978). Logramos detener este y un par de otros proyectos más de la década siguiente. En seguida alertamos a la comunidad nacional, especialmente a las universidades, porque que el municipio de Castro proyectaba erradicar a la población de palafitos. Por primera vez en Chile se habló de bienes patrimoniales para referirse a construcciones ligeras, es decir, que sin ser grandes monumentos, estaban impregnadas de experiencias de vida y sintetizaban un modo de habitar.
¿Qué hizo que estas casas que afeaban el paisaje se vean hoy como patrimoniales y se las acoja como logotipo de la ciudad? La voz de las universidades, de los expertos, de la iglesia, la valoración de la prensa y de otros sectores importantes las proyectaron en esa dimensión. Se develó lo que los hacía importantes.
En los años ochenta logramos rearticular a los músicos campesinos que hoy tocan en encuentros y festivales. Ellos son la herencia y esencia de la música tradicional de Chiloé, cuyos repertorios fueron construidos por sus abuelos al alero del trabajo en mingas, medanes y días cambiados. El Primer Encuentro de Cantores Campesinos dio pie a un nuevo escenario para esta estirpe de músicos y un valioso medio para los planes culturales de los municipios.
A mediados de la década del 2000 ya se habla de patrimonio en todo Chile como un recurso turístico, educativo y “como legado del pasado y herencia que se trasmite a las generaciones del futuro… un elemento esencial en la reafirmación de nuestra memoria e identidad cultural”.1
El Estado apoya, especialmente a través de los Fondos Concursables del Consejo de la Cultura iniciativas que busquen fortalecer formas tangibles e intangibles del patrimonio. Empero, en general, no son las comunidades poseedoras de estos bienes las beneficiadas, sino los animadores culturales que extraen de ellas sus memorias, las graban y las ponen en valor en discos, libros y otros utensilios para el mercado.
La Unesco declara a 16 iglesias chilotas como Patrimonio de la Humanidad. Se abre otro recurso para un turismo en ciernes.
La restauración de iglesias, a cargo del Obispado de Chiloé y supervisada por el Consejo de Monumentos Nacionales, ha logrado recuperar muchos templos, como el de Quinchao, que de no haberse reparado hoy estaría en el suelo. Ocurrió con hermosas iglesias como la de Quilquico. Sin embargo, hay muchos reparos por la manera en que se han recuperado estos templos que, en casos extremos, como el de Tenaún, consistió en demoler el caserón original y construir otro nuevo, clonando las formas, mejorando su construcción, pero perdiendo el templo original: la historia.
En los ochenta las industrias se instalaron en Chiloé. Usaron la mano de obra local, separando a la gente de sus comunidades y de sus prácticas sociales y culturales. Este proceso, que en un comienzo fue violento, ya adquiere ribetes. Hoy reconocernos en lo propio es casi una determinante local alentada por los embates de esta globalización que aquí se expresa desde las salmoneras. Cada pueblo hurga en sus memorias y en sus herencias ergológicas para mostrar lo propio. Así se testimonia en la reciente muestra “Memoria, familia y religiosidad” de la iglesia de Achao y en el proyecto de recuperación del autosacramental “Moros y Cristianos” por parte de la biblioteca de Achao y la junta vecinal de Quenac.
Son tiempos favorables para que las memorias comunitarias se dejen oír como conocimiento, sentido e identidad regional.
Renato Cárdenas.[1]Miembro de la Academia Chilena de la Lengua; autor e investigador; Consejero Región de los Lagos.
↑1 | Miembro de la Academia Chilena de la Lengua; autor e investigador; Consejero Región de los Lagos. |
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