Si el interés que despierta un personaje histórico está determinado por su complejidad, Margot Loyola es una de las figuras más atrayentes de su época. Son diversos sus oficios, entre intérprete, compositora y, desde luego, folclorista e investigadora —las especialidades que le han valido su mayor reconocimiento—, además de académica y formadora de generaciones de folcloristas. Es duradera como pocas la extensión de su trayectoria, más de ocho décadas de trabajo sostenido que constituyen la garantía de un legado cuantioso. Es intensa, además, la convicción que puso en cada uno de esos oficios, con la entrega sin reservas que podrán reconocer en ella todas y todos quienes hayan sido testigos de su labor.
Y esos rasgos resultan enriquecidos por una condición siempre múltiple que se encuentra en ella. Aunque la de folclorista sea su definición más universal, y aunque el de maestra sea su calificativo más recurrente, Margot Loyola no perteneció a un solo ámbito, ni exclusivo ni excluyente. Más bien, al contrario: es en consideración de sus diversas facetas, y teniendo en cuenta el modo en que las hizo convivir en su obra, que resulta posible dar cuenta más fiel de las señas de su poderosa y particular identidad.
Por principal en su trabajo, su relación con el folclor proporciona el mejor campo para explorar esta diversidad. En función de su relevancia como folclorista es acuñado el referido adjetivo de maestra, al que desde luego ella responde formalmente: como docente de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso desde 1972, pero antes también, como inspiradora y directora de diversos conjuntos folclóricos, desde Cuncumén hasta Palomar, entre otros, a partir de los años 50; y más temprano aún, como mentora de las escuelas de temporada que dictó en la Universidad de Chile entre 1949 y 1963. Caracterizar la definición de folclor que elabora y fundamenta Margot Loyola, así como aquilatar el peso de su influencia sobre la noción de folclor que las chilenas y los chilenos hemos aprendido, son propósitos que escapan al alcance de estas líneas, pero la existencia de esa categoría de maestra sí es un llamado de atención sobre el lugar común que puede haber implícito en tal definición. La comodidad de ese lugar común trae el riesgo de entronizar a Margot Loyola en un estatus normativo, equivalente a una concepción de folclor como expresión inmutable, atemporal, revelada, que pierde de vista factores enriquecedores como autoría, interpretación, data o contexto, y que arriesga mermar la vitalidad de esa expresión genuina de la tradición.
La mejor respuesta a ese eventual reduccionismo está en la propia inquietud de Margot Loyola, que es maestra, pero en muchos sentidos es discípula. Aprendiz incluso. Más de una vez definió en esos términos su vínculo con las cantoras campesinas que conoció en su extenso trabajo de recopilación: de ellas aprendió. Y ese planteamiento se corresponde con al menos cuatro otras condiciones que permiten advertir cómo, si bien ella fue parte de un canon nacional del folclor —según veremos más adelante—, al mismo tiempo su quehacer se emancipa de ese canon para adquirir características propias. Esas cuatro condiciones puntuales son: su educación musical formal, su raigambre temprana de artista de la industria, el alcance internacional de su trabajo y su apertura a expresiones tradicionales que no eran consideradas parte del folclor hasta entonces. Otros rasgos personales suyos derivan de estas condiciones. Así, su particular metodología es una combinación entre el afán por la recopilación y su escuela como artista del espectáculo, del mismo modo que en su discografía hay cuantiosas y valiosas grabaciones de música recopilada, pero en ese catálogo ella también se desmarca más de una vez hacia el terreno de la interpretación de repertorio inédito.
Son rasgos que hacen de Margot Loyola una personalidad única, distinta a otras contemporáneas y coetáneas. En un parangón posible con estudiosas como Raquel Barros o María Ester Grebe, Margot Loyola es además una artista, en razón de su vocación escénica. Al lado de Violeta Parra o Gabriela Pizarro, es una intérprete más cultivada que testimonial, esta vez en consideración de su formación musical académica. Mundos que en otras figuras aparecen por separado, en Margot Loyola se encuentran: se encuentran en el sentido de ser hallados, pero sobre todo en el sentido de complementarse y dialogar entre sí. Y en esa condición integradora está la mejor vía para aproximarse a su figura y descubrirla en su referida complejidad y sin ideas preconcebidas.
La educación formal
Es palabra de la propia Margot Loyola: la noción del folclor apareció pronto y con naturalidad en su vida, desde los primeros años en su natal región del Maule, expuesta a manifestaciones tradicionales de parte de la familia y del entorno cercano. Lo evoca en su extensa conversación con el musicólogo Agustín Ruiz Zamora, registrada en la publicación Conversando con Margot Loyola (1995): “Recuerdo las melodías de las cantoras. En esa época, las casas más apatronadas del campo levantaban pesebres para saludar al Niño Dios. Ahí llegaban las cantoras con arpas y guitarras a cantarle estas tonaditas”.
Sin embargo, aparecen también temprano en su biografía los estudios formales de música, fundamentalmente en el piano y en el canto. Es un desfile de preceptores el que se sucede en su saga curricular a partir de los primeros años, desde aquel remoto primer profesor de piano de apellido Meza que, recordaba Margot, viajaba desde Talca a Linares a impartirle clases a los ocho años, hasta maestras siguientes con las que ella reanudó esos estudios tras su arribo a Santiago a mediados de los años 20, como Flora Guerra y Elisa Gayán, con quien llegó a completar el séptimo año de piano en el Conservatorio capitalino.
En paralelo tomaba sus primeras clases formales de danza con Cristina Ventura y aprendía bailes de salón con Australia Acuña. Y, sin duda, el nombre más significativo de ese cuerpo académico personal iba a ser el de Blanca Hauser, soprano wagneriana e intérprete lírica destacada a escala sudamericana, con quien Margot estudió por dos décadas, entre 1943 y 1963, según los antecedentes de su biografía. En especial, ilustrativo de esa escuela, es uno de los recuerdos que la folclorista conservaba de su primera visita a la Unión Soviética, donde grabó uno de sus discos iniciales, el LP Margot Loyola (1957), con el sello Mezhdunaródnaya Kniga. Y es útil recordar el testimonio que compartió al respecto en 2012, invitada al programa Acordes mayores, conducido por Miguel Davagnino y Carmen Barros, en Radio Cooperativa, al referirse a cierta invitación que recibió de parte de los responsables de la grabación. En esa oportunidad, Loyola recordó:
Me pedían si podría ir a estudiar a la Unión Soviética dos años. Yo les agradecí mucho, pero les dije “¿Dos años lejos de Chile? Me muero de angustia”. Ellos me veían haciendo el papel de Carmen, de Bizet. Me habría gustado también, pero preferí siempre mi cuequita, pues. Y mi tonadita.
Margot se quedó con la tonada y la cueca, pero esa educación formal se iba a traslucir de todas formas en su trabajo. Fue una intérprete del piano, conocedora de la notación musical. Los apuntes de terreno que podemos consultar hoy en sus libros sobre tonada y cueca incluyen pentagramas y notas. Y su voz cultivada salta al oído al apreciar su interpretación, sobre todo en aquellos repertorios en los que se presenta menos como una folclorista con vocación por recopilar y proyectar y más como una intérprete interesada en creaciones inéditas.
Ejemplos de esos repertorios en su discografía son grabaciones tan destacadas como Casa de canto (1966) y, en especial, las cumbres de autores y compositores que convocó en Siete compositores chilenos (1972) y en Canciones del 900 (1972). En Siete compositores chilenos ella practica una antología personal de creadores musicales populares, con una selección amplia y desprejuiciada en la que caben un creador tan estudioso como inquieto en el caso de Pablo Garrido, dos históricas y poderosas compositoras e intérpretes entre Esther Martínez y Petronila Orellana, un hombre ligado de lleno a la industria de la música popular como José Goles, un académico de la estatura de Carlos Isamitt, una compositora iniciada como pionera recopiladora chilena en el caso de María Luisa Sepúlveda y hasta un exponente genuino del canto citadino de su tiempo como Hernán “Nano” Núñez Oyarce, sobre quien volveremos en las páginas siguientes a propósito de la cueca.
Y el segundo de esos discos, Canciones del 900, representa un ejercicio todavía más significativo de estilo. En ese trabajo Margot Loyola es objeto de un repertorio concebido en función de todo su carácter como intérprete, por parte de un equipo de notables integrado por Julio Rojas, Jaime Silva y Carlos Graves, en las letras, el compositor Luis Advis, en la música, y el director Marcelo Fortín, a cargo de la batuta de una orquesta de cámara. El resultado es una colección de composiciones inéditas, pero inscritas en géneros tan añosos como —en orden de aparición en el LP— la polca, el cuplé, el pasodoble, la polonesa, el schottisch o chotis, la mazurca y la habanera, entre otros, y con letras tan decidoras como las de la “Mazurca de la soltera”, la “Polca de la recién casada”, el “Chotis de la p…” y, para el cierre, el “Himno de la sufragista”.
Tampoco es folclor campesino, sino lo contrario, y no en un sentido, sino en dos: son canciones que remiten a un ámbito más urbano, y son composiciones originales, no recopiladas. Ella llegó a considerar a Canciones del 900 el mejor disco de cuantos había grabado, como mencionó en una entrevista en Emol, con motivo de la reedición del álbum en 2007:
Yo creo que es el mejor, porque aquí yo entrego toda mi capacidad vocal. Entrego la enseñanza de Blanca Hauser, con quien estudié tantos años. Cuando canto folclor es otra voz: trato de hacer las voces que voy conociendo a través de la vida, en los caminos, entonces me transformo. Acá no: acá soy Margot Loyola sintiendo los personajes que me marcaba el maestro Advis.
Es un gesto elocuente. Margot Loyola, folclorista, investigadora, maestra, tiene, sin embargo, como favorito de su catálogo personal el disco más alejado de esos oficios, y el más identificado, por el contrario, con sus competencias como intérprete.
La industria musical
En relación directa con esa vocación interpretativa, y casi tan pronto como su preparación formal en el aprendizaje y la disciplina de la música, tomó cuerpo otro poderoso rasgo en la identidad de Margot Loyola: su pertenencia al ámbito del espectáculo. En este punto la instancia más temprana es su carrera con las Hermanas Loyola, el dúo que formó junto a Estela Loyola desde los trece años, es decir entre comienzos de los años 30 y su separación en 1950.
Margot y Estela Loyola fueron artistas del disco, de la radio y de los escenarios. Hay abundantes registros de su presencia en todos esos espacios. Según la minuciosa discografía reconstituida por Agustín Ruiz Zamora, las Hermanas Loyola registraron entre 1940 y 1950 una colección considerable de 37 canciones prensadas en 18 discos de 78 revoluciones por minuto, para las dos principales compañías discográficas internacionales con sede en Chile:Victor (en la mayoría del catálogo) y Odeon, más adelante RCAVictor y EMI Odeon respectivamente. Como artistas exclusivas de RCA Victor, las Hermanas Loyola recibieron un tratamiento promocional equivalente al de otras estrellas de la música popular chilena de su tiempo, y luego como solista Margot reanudó ese trabajo ya en la era del disco long play de larga duración, iniciado en los años 50, formato apropiado para la vocación pedagógica de su trabajo. Con todo, la realización que mejor ilustra el cruce entre folclor e industria encarnado por Margot Loyola es uno de esos primeros registros discográficos de su carrera: la participación de las Hermanas Loyola en la serie de discos Aires tradicionales y folklóricos de Chile (1944).
Presentada como un álbum de 10 discos de 78 revoluciones por minuto, esta colección fue realizada por el Instituto de Investigaciones Folklóricas, dependiente de la Universidad de Chile, entidad creada en 1943, que integraban investigadores como Eugenio Pereira Salas, Carlos Isamitt, Carlos Lavín y Jorge Urrutia Blondel. Para interpretar las obras fueron convocados artistas como Derlinda Araya, Los Provincianos, Las Hermanas Acuña (también conocidas como Las Caracolito) y las Hermanas Loyola, las más jóvenes del elenco. Así reclutada por los artífices del instituto, Margot Loyola entró en contacto directo con el ámbito académico, aunque llamada a cumplir un rol de artista del disco.
La industria de las casas grabadoras estaba ligada con estrechez a la de la radio, y por esa vía las Hermanas Loyola, y luego Margot como solista, actuaron en los auditorios de las principales emisoras de su tiempo. Radiomanía, revista especializada en el rubro, informaba en mayo de 1954 sobre uno de esos espacios, en Radio Cooperativa Vitalicia:
Un gran programa folklórico titulado “Chile lindo”, que cuenta con la asesoría musical del profesor Carlos Isamitt, verdadera autoridad de la música chilena. Este programa, que seguramente tendrá una amplia acogida por el público auditor, es presentado por Coca-Cola, y cuenta con la colaboración artística de Los Cuatro Hermanos Silva (…), Blanca Hauser, Margot Loyola, Raúl Gardy, Violeta Parra, Los Quincheros y muchos más.
Por emisora, por elenco e incluso por avisaje, Margot Loyola tenía acceso y hacía uso de un sitial visible en esa industria del entretenimiento.
Lo corrobora en su libro de memorias el hombre de radio Jorge“Cucho” Orellana, director de emisoras y también publicista de la época, al describir otro programa de su producción, con el afamado director de orquesta Vicente Bianchi en el equipo, y por cierto con el mismo auspiciador:
En La ronda patriótica, programa auspiciado por Coca-Cola, demostramos que la cueca no era el único baile popular chileno. Las Hermanas Loyola nos enseñaron hasta 13 bailes populares —el aire, el cuándo, el palito, la refalosa, el pequén y el patito, entre otros—, a los que Bianchi escribió unas excelentes orquestaciones (…) para que Margot Loyola y (el bailarín) Alfonso Unánue, en el auditórium de Radio Minería, abarrotado de un público entusiasta, revivieran los pasos de las olvidadas danzas (Orellana, 1988).
El escenario es precisamente un tercer ámbito que se suma a esta caracterización de Margot Loyola como una artista del espectáculo. Los periódicos de diversas provincias del país daban cuenta en la década del 40 de cómo las Hermanas Loyola emprendían giras por el norte y sur del país, en una instancia en la que se combinaban, casi en cuotas idénticas, esa vocación de espectáculo del dúo con su afán de divulgación, avalado por el respaldo persistente del Instituto de Investigaciones Folklóricas de la Universidad de Chile.
Se daba entonces un doble contraste. Ahí donde los eruditos del Instituto eran estudiosos del folclor, las jóvenes Hermanas Loyola, y Margot más tarde, eran exponentes de ese folclor, pero, además, eran artistas del espectáculo. Y ahí donde nombres de la industria musical como Los Quincheros, el Dúo Rey Silva, Esther Soré, Los Hermanos Campos, Los Perlas y tantos otros, eran estrellas del espectáculo, las Hermanas Loyola eran artistas, pero, a su vez, folcloristas. Un puente en ambos sentidos. Nadie lo expresa mejor que la propia Margot en un pasaje de su diálogo con Ruiz Zamora, cuando este le pregunta si ella comparte la idea de que el investigador musical debe ser capaz de interpretar la música que estudia. Y donde incluso Margot Loyola llega a llamarse “aficionada”:
Lo fundamental es que cuando hablamos de música, ésta debe sonar. Lo otro es algo árido. Resulta que hay grandes investigadores musicales que no cantan ni practican lo que aprenden. Entonces llegan menos. Nosotros, que somos aficionados, recogemos la música y ¡la ha-ce-mos! (…). Al investigador le ayuda muchísimo el cantar y viceversa: al intérprete le ayuda mucho investigar. O al menos estudiar (Ruiz, 1995).
La vocación internacional
No solo son puentes los que construye Margot Loyola. Son puentes que pueden ser transitados en ambos sentidos: en su caso, desde la academia al escenario y también en la dirección opuesta. Si su reflexión sobre los investigadores “aficionados” que “practican lo que aprenden” es una puesta en valor del gesto de interpretar el folclor además de estudiarlo, también es posible someter a crítica ese gesto interpretativo cuando lo amerita. Es lo que hace el escritor peruano José María Arguedas cuando, en 1953, dedica un comentario a Margot Loyola con motivo de una visita de la folclorista a Perú. Arguedas saluda el rigor de Loyola en su aproximación al folclor y lo contrasta con las lógicas del espectáculo que acusa en la figura de la cantante Yma Sumac, entonces exótica estrella internacional de la canción surgida en Perú junto al músico Moisés Vivanco. “La interpretación de la música folklórica por individuos no compenetrados de la tradición en que se sustenta es una difícil aventura”, es el fundamento inicial de Arguedas, antes de elogiar a Loyola y de contrastarla con Sumac:
Desearíamos para la música folklórica peruana muchos ejemplos semejantes [al de Loyola]. Porque hasta hoy, por desventura, no hemos tenido ni tenemos más que aficionados superficiales y el caso especialísimo de Imma Sumacc y de Moisés Vivanco; una maravilla vocal que empezó luciéndose con la repetición de melodías serranas aprendidas mecánicamente y que ha concluido cantando extrañas mezclas de jazz, rumba y mambo (Arguedas, 2010).
El juicio de Arguedas resulta además de otro rasgo de la identidad de Margot Loyola, que es la inquietud de la folclorista por cruzar fronteras. Y no solo metafóricas, musicales o poéticas, sino fronteras literales, límites geográficos. La bitácora de viajes de Margot Loyola por el mundo se inicia en la década del 50, con destinos iniciales a Argentina, en 1951, y a Perú, en 1952. Y si bien en el futuro iba a llegar a Europa en giras de escenario, estas primeras visitas tuvieron un sello más académico y de aprendizaje.
En Argentina entró en contacto con estudiosos como Carlos Vega, Antonio Barceló e Isabel Aretz, entre otros, así como en Uruguay conoció a Lauro Ayestarán. En su primera visita a Perú se aproximó a Porfirio Vásquez, referente de la cultura afroperuana, para sumar luego ese encuentro a contactos con el poeta Nicomedes Santa Cruz y la compositora Rosa Alarco en un futuro regreso a ese país, en 1972. Y, del mismo modo, tan pronto como estuvo en Europa por primera vez, entre 1956 y 1957, tomó contacto con la cantante andaluza Pastora Imperio.
En estos viajes Margot Loyola expandió las fronteras de sus exploraciones. Entre esos objetos de estudio figuraron, en cada uno de sus destinos, expresiones como la cueca cuyana, en su visita a Argentina en 1951, donde la escuchó de la intérprete Martha de los Ríos; y décadas después, en 1986, donde la aprendió de Alberto Rodríguez y su hija Nelly Rodríguez (Loyola, 2010).
También trabajó sobre la resbalosa y la marinera peruana en comparación con la refalosa y la cueca chilenas, en su primer paso por Perú en 1952, así como volvió sobre el cachimbo y la zamacueca en su retorno en 1972. Al llegar a España estudió el género del cuplé, que luego volcó en discos temáticos como el citado Casa de canto (1966) y el propio El cuplé (1986). Otro hito discográfico en esta línea, es su grabación Con igual rumbo (1985), compartida con Leda Valladares, un saludable encuentro entre dos referentes de la recopilación y la interpretación del folclor en Argentina y Chile. Y como rúbrica final, en la década siguiente Margot Loyola y Osvaldo Cádiz emprendieron su investigación sobre la chilena, danza del estado de Guerrero, como parte de una gira con destino a México y Guatemala, en 1994, en busca de las coordenadas musicales y coreográficas comunes entre la cueca y esa danza mexicana. En esa tarea estaba al momento de recibir la noticia del Premio Nacional de Arte que mereció ese año.
Por medio de esta cartografía en movimiento, que cubre cinco de sus ocho décadas de actividad, Margot Loyola se pronuncia, por lo tanto, sobre una mirada del folclor no encapsulada, sino abierta al mundo, en contraste con la concepción nacional, estatal incluso, propia del canon folclórico que había tomado forma en Chile con el siglo. Caracteriza esa construcción el musicólogo Rodrigo Torres, actual académico de la misma Universidad de Chile que, en 1943, daba origen al Instituto de Investigaciones Folklóricas y nutría también desde la institución ese canon:
En el caso chileno hubo un Estado poderoso, con una política instalada en instituciones muy fuertes como son la Universidad de Chile y el Ministerio de Educación, y que por vía de la pedagogía del Estado fue generando esa idea de folclore que se proyectó exitosamente y luego se canonizó, cerrándose a la idea del cambio al ser administrado como una fotografía de sí mismo. Es la historia de cómo la república instala una idea de Chile, una ideología de lo chileno. Ahí, la funcionalidad del folclore desde el Estado fue la construcción de un referente activo y homogéneo para esa chilenidad: republicana (Torres, 2005).
La mirada integradora
Desde que, tan pronto como en sus años de dúo junto a su hermana Estela, Margot Loyola tomó parte de las actividades de la Universidad de Chile, y más tarde en las iniciativas culturales de gobierno, ella no fue ajena a ese canon. Sin embargo, tuvo también miradas de interés sobre determinadas expresiones que no formaban parte de él.
Ejemplos de manifestaciones que no eran incluidas en esa construcción son los pueblos originarios, la cultura urbana y la negritud, manifestados más concretamente en la tradición mapuche, la cueca centrina y la influencia afro, tema que comenzó a estudiar desde la década de 1950 junto a Rosa Guida, a través del baile morenos, específicamente con los afrodescendientes de Arica. Años más tarde e impulsado por su marido, Osvaldo Cádiz, esa experiencia fue expresada en su obra: “Me niegan pero existo: la presencia e influencia del negro en la cultura chilena” (2013), desde antes se había dedicado a la cultura mapuche y la cueca urbana. Según su biografía, Margot Loyola estaba en contacto con comunidades mapuche ya a mediados de los años 50, en especial a instancias de Carlos Isamitt, aprendiendo de cultoras y cultores como Marcelina Neculpán, Edelmira Lepillán, Juan Huarapil y Carlos Antavil.
Un ejemplo más reciente es el de la cueca urbana. La folclorista la encontró a fines de los años 60 en manos y voces del fundamental conjunto Los Chileneros y, en particular, en el mayor de los cantores del conjunto: Hernán “Nano” Núñez Oyarce. Está documentado que, junto con el cantor y también folclorista Héctor Pavez Casanova, Loyola incidió en que Los Chileneros grabaran su primer disco, La cueca brava (1967), con el sello Odeon.
Más aún, Margot Loyola sitúa a Núñez Oyarce entre su lista de compositores de cabecera al incluirlo, cinco años más tarde, entre los creadores convocados en el ya aludido LP Siete compositores chilenos (1972). Y, en último término, dedica conceptos elogiosos a esa vertiente citadina, arrabalera y popular de la cueca, tal como escribe en su libro La tonada, testimonios para el futuro, cuando refiere su trabajo con Núñez Oyarce. “Este hombre fue el creador de las cuecas más hermosas y mejor asentadas que hemos conocido”, lo define, antes de abundar sobre el encuentro entre ambos:
Cantaba cuecas a todo pulmón, con pandero en mano, junto a cantores, guitarra y acordeón. Cantaban como poseídos una y otra y otra vez, sin cansancio. Por el contrario, parecían una hoguera que crecía al compás del ritmo endiablado del pandero. Esperé largo rato, como hipnotizada, hasta el momento en que Hernán me invitó a bailar. Un tremendo desafío. Me sentí como una pluma en el aire, que trataba de poner atajo a miles de cachañas de un boxeador que convertía el espacio en un ring. Es que él había sido también boxeador. Pero con Hernán logramos entendernos y querernos a través de la cueca (Loyola, 2010).
Aunque remitan a un encuentro registrado hace ya medio siglo, no cuesta trabajo enlazar estas palabras con un contexto de plena actualidad. Ese descubrimiento de la cueca citadina hecho por Margot Loyola en los años 60, es el mismo que han venido experimentando generaciones nuevas de artistas y audiencias desde la segunda mitad de los años 90, y en gran medida gracias a referentes como el citado Hernán Núñez, Luis Hernán Araneda, Fernando González Marabolí, Jorge Montiel, Pepe Fuentes, María Esther Zamora y otros, cada uno de ellos en su identidad. Es un movimiento equivalente y contemporáneo a la revaloración de otras vertientes como el canto a lo poeta, el guitarrón, la guitarra campesina y las expresiones ligadas a la tonada y a otros géneros afines, que en algún momento pudieron ser eclipsados por el brillo y la pasión asociados a la cueca, pero que han encontrado también a nuevos exponentes interesados en cultivarlas. Y reaparece entonces aquí la presencia de Margot Loyola, porque fue en gran medida ella, en sus últimos años, quien recibió el interés de los cantores y músicos jóvenes dedicados hoy a tomar los relevos de la tonada y el canto campesino, como fuente e influencia o como disciplina propia. De este modo discípulas y discípulos de Loyola han seguido caminos tan diversos como la investigación en terreno aplicada en especial a la guitarra traspuesta, como Andrea Andreu; la composición de repertorio propio a partir de la fusión de influencias, como Natalia Contesse; la exploración en nuevas vertientes de la tonada, la cueca o la décima, en el caso de Depatienquincha y Claudia Mena; la profundización de una identidad arraigada en el Maule, tierra natal de la propia Margot Loyola, como la cultivan Los Dos Maulinos; o incluso la aplicación de las influencias del folclor a las dinámicas de la música pop, como Gepe, quien rindió tributo explícito al centenario de Margot Loyola el año pasado con su más reciente disco, Folclor imaginario, subtitulado Canciones recopiladas por Margot Loyola Palacios y algunas otras que parten desde ahí (2018).
Esa muestra de diversidad suma sentido a la conclusión del profesor Rodrigo Torres sobre el devenir actual de ese canon folclórico chileno acuñado en el siglo veinte. “Esa derivada se ha complejizado, porque ha surgido una suerte de descentralización importante, y ese canon, que se consolida como una representación escénica de lo chileno, está puesto en conflicto con las comunidades representadas”, observa el académico. “Este modo de representación nacional, surgido en el siglo pasado, ya está cerrando su ciclo histórico. Y en esa apertura seguramente va a existir un nuevo canon, un nuevo Chile, que ya está planteado como multicultural”.
A veces próxima a las instituciones y a veces más cercana a los bordes, en contacto con la academia y también con las comunidades, pero sobre todo en un constante ida y vuelta entre esas coordenadas, Margot Loyola crea puentes para cruzar, como si el sentido último de su propósito, más allá incluso del rescate y la difusión de una tradición, fuera el diálogo con el otro. En esa alteridad bien puede estar el fundamento último de su estatura y de su vigencia en los tiempos que corren, precisamente signados por esa nueva cultura múltiple ya en ciernes, y por el requisito primordial que exige el ejercicio de esa convivencia multicultural. Es un requisito que Margot Loyola supo hacer propio y fundamental desde siempre: la consideración del otro en la investigación y la difusión de una identidad común.
Referencias bibliográficas
Araneda, B. (2018). “La obra de una vida”, en La tonada de Margot Loyola : Vida y obra de la folclorista y revisión de sus aportes a la música tradicional de Chile. Santiago, Fundación de Comunicación, Capacitación y Cultura del Agro (Fucoa).
Loyola, M. (2006). La tonada: testimonios para el futuro. Valparaíso, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
Loyola, M. y Cádiz, O. (2010). La cueca: danza de la vida y de la muerte. Valparaíso, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
Montt, S. (2018). “Vivir para la música”, en La tonada de Margot Loyola. Santiago, Fundación de Comunicación, Capacitación y Cultura del Agro (Fucoa).
Orellana, J. (2006). Una mirada hacia atrás. Madrid, Editorial Alfasur.
Rolle, C. (2018). “Una mirada al Chile que a Margot Loyola le tocó vivir”, en La tonada de Margot Loyola. Santiago, Fundación de Comunicación, Capacitación y Cultura del Agro (Fucoa).
Ruiz, A. (1995). “Conversando con Margot Loyola” / “Discografía de Margot Loyola”, en Revista Musical Chilena, volumen 49, número 183. Santiago, Facultad de Artes de la Universidad de Chile.
Torres, R. (editor) (2005). Aires tradicionales y folklóricos de Chile (1944). Santiago, Centro de Documentación e Investigación Musical, Facultad de Artes de la Universidad de Chile.
Otras fuentes
Calvo, M. (s. f.). Margot Loyola, su vida. s. l.: Fondo de Investigación y Documentación de Música Tradicional Chilena Margot Loyola Palacios, Universidad Católica de Valparaíso, recuperado de http://pucv.cl/uuaa/site/artic/20170807/asocfile/20170807170122/ margot_loyola_su_vida.pdf
Loyola, M. (2007). “Advis y Loyola, amor del 900”. Entrevista en Emol, consultada en emol.com/noticias/magazine/2007/10/08/277978/advis-y-loyola-amor- del-900.html
Loyola, M. (2012). Entrevista en el programa Acordes mayores, Radio Cooperativa. Archivo del autor.
Torres, R. (2018). Entrevista con el autor, Santiago, 28 de junio de 2018.
David Ponce Barrera.[1]Periodista especializado en música popular. Autor del libro Prueba de sonido: Primeras historias del rock en Chile (2008) y coautor y editor de los libros: A la pinta mía (2014) y Vinilo chileno … Continue reading
↑1 | Periodista especializado en música popular. Autor del libro Prueba de sonido: Primeras historias del rock en Chile (2008) y coautor y editor de los libros: A la pinta mía (2014) y Vinilo chileno (2015). En 2018 fue productor del programa Los caminos de Margot, transmitido por Radio Universidad de Chile. |
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