En la última década, el complejo mundo de las redes sociales nos ha convertido en espectadores y en parte del espectáculo. Tanto nuestra presencia y conversación públicas como nuestro consumo cultural digital, han contribuido a aumentar lo que podríamos llamar “el mito de la abundancia de las plataformas digitales”. A su vez, se ha sofisticado la vigilancia colectiva en lo que se presenta como un “panóptico digital global”. El confinamiento general, fruto de la pandemia de Covid-19, ha potenciado estas dos tendencias de consumo y vigilancia digital globales, ¿pero de qué manera?, ¿qué relación mantienen entre ellas?, ¿y qué implicaciones tienen con el espectador?
Si la pandemia ha desarticulado parte de nuestros rituales, compromisos sociales y culturales, entonces la pregunta es ¿y ahora qué? En este texto[1]Este artículo corresponde a la conferencia dictada por Ingrid Guardiola en el II Seminario Internacional de Desarrollo de Públicos y Cultura Digital, organizado en el mes de noviembre de 2020 por … Continue reading abordaré cuatro ámbitos para descifrar la relación entre el espectáculo, el lugar del sujeto, los mecanismos de poder y cómo han ido cambiando las formas culturales a partir de esta tríada.
Cambios en el lugar del espectador
En primer lugar, hay tres elementos que siempre se repiten en la consideración del espectador. El primero, es el lugar donde ocurre el espectáculo, donde se sitúa este espectador —en un ámbito público, privado o privado colectivizado—, es decir, desde qué sitio se mira el espectáculo. En segundo lugar, está la cuestión de la pantalla: qué lugar ocupa esta con relación al espectáculo —y en este sentido las variaciones tienen que ver con su tamaño y con la reorganización de los elementos que incluye, es decir si es múltiple o única—. Y, por último, la participación.
A lo largo del siglo XX en la evolución del espectador se han ido modulando estos tres elementos: el lugar, la pantalla y la participación. El cambio más importante del espectador del siglo pasado fue, fundamentalmente, la incorporación del espectador de cine, de la sala oscura que ensombrece los palcos del teatro, haciendo que el público desaparezca, quede en penumbra. Cuando hablamos del espectador del siglo XX nos referimos al espectador que va al templo, que va a dejar de lado su propia vida, y va a vivir aquello que ve, como una especie de “segunda vida”, gracias al espectáculo, una vida de segunda mano. Esta condición estática del espectador para algunos está más cerca de la alienación que del éxtasis; al menos así lo vieron los críticos de los 60, como Guy Debord, que pensaba en el espectador como aquel que está en las antípodas del ciudadano que vive en democracias participativas. Su carácter antidemocrático, alienado, radicaba en el hecho de vivir a través de unas imágenes que vendían productos e hipotecaban la vida en nombre del espectáculo.
En el último viraje de las pantallas, nuestra actualidad es esta estructura colmena, este mundo multipantalla de las multitudes digitales conectadas, donde nos enraizamos con todos de una forma hiperubicua y en 360 grados, y donde se han modificado aquellos rituales sociales que, del palco, ahora quedan integrados en la misma pantalla. Es decir, si la socialización era un pretexto para ir al teatro, en este caso se hace de la socialización misma el espectáculo. Mis relaciones sociales se organizan, ya no como espectador, sino como usuario, y soy entregado a los otros como parte del espectáculo. Las interacciones que me facilitan los otros, es el sustitutivo de aquellos palcos del teatro. Desaparece la masa física, la masa como compa- ñera de ritual, y lo que queda son las megamasas virtuales y estas soledades conectadas, que diría Sherry Turkle, “desde habitaciones propias y precarias”.
Antes de ir a entender mejor este contexto digital, que es el centro de la cuestión, dos apuntes que el contexto digital recoge: uno, la pasión por las visiones panorámicas, esta idea que a veces se pierde con el espectador digital, que es la de ver con todo el cuerpo, de dejarse empapar y envolver por el espectáculo, que va desde los panoramas hasta la realidad virtual. Es una historia muy clara de aparatos tecnológicos, que lo que procuran es un nuevo paisajismo, una nueva manera de estar en el mundo, como si uno pudiera salirse con todo el cuerpo de sus limitaciones y de su contingencia. Entonces, ¿qué aportan estos panoramas que en siglo XVIII y XIX proyectaban una ciudad encima de la propia ciudad? Hablamos, por ejemplo, de los panoramas de Pierre Prevost o los montajes de daguerrotipos de William Southgate Porter, en Fairmount. Hay muchos estudios que analizan el hecho de que es significativo que estos panoramas aparezcan en el origen de la ciudad moderna, en el nacimiento de la ciudad industrial, una ciudad que, de golpe, se llena de humos, de fábricas, de ferrocarriles, de edificios construidos con prisa, a marchas forzadas, y entonces, de alguna forma, se pierde el paisaje, lo natural, la belleza más clásica. El panorama sustituye este componente arcádico y la idea de que el espectador puede organizar el mundo desde sí mismo, controlando todo a través del ojo, de ese ojo que lo puede ver todo, adquiriendo un control sobre cómo organizarnos en el mundo. Esto es muy importante porque en el siglo XXI este control nos lo resumirán con un “clic”: indicaremos y tendremos la sensación de que el mundo se organiza a través de estos clics.
El segundo elemento que quería destacar, es el de la inmersión, que tiene mucho que ver con el panorama y con la idea de ya no controlar y dominar con el ojo todo lo que nos rodea, sino de entrar dentro del espectáculo, de estar adentro, como un auténtico gamer, para ponerlo en términos contemporáneos. Por eso tenemos que hablar de fantasmagorías, de la linterna mágica, ya que aquellos aparatos ópticos son una forma muy lúdica del género del terror, que se usaban para hacer sentir pánico en la piel de los espectadores. Es un dispositivo realmente muy inmersivo que luego se perdió con el distanciamiento, con la ubicación de la pantalla como frontera entre el espectador y el espectáculo, pero que ahora, con internet y los dispositivos inmersivos de realidad virtual, se han recuperado. Así, volvemos otra vez a esta cosa tan antigua, del espectáculo inmersivo, que de cierta manera algunos artistas ya anticipaban en las performances de los 70 que intentaban dinamitar la frontera entre el público y el artista, convirtiendo realmente al público en el protagonista del artefacto, del espectáculo. O con los dispositivos interactivos y multipantalla del matrimonio Eames de los 60 (proyecto Think, el multipantalla de la National Exhibition de 1959…) o aquellos de los 90. Nos referimos a artistas como Jeffrey Shaw o Chris Marker, con The Zapping Zone, que entendían que la pantalla de cine, ese relato que nos dan sin que podamos intervenir sobre él, era una cosa de un espectador caduco. Presagiaban esa relación, que ya no era la del espectador con el espectáculo, si no también la del cerebro del espectador con el espectáculo. Interacción, participación, inmersión, la cuestión siempre es que el espectador esté lo más cerca posible del propio espectáculo. Estos procesos de inmersión y de atomización son precedentes que luego, en el mundo 2.0, se radicalizarán.
La atomización del público fue posible gracias a varios mecanismos. Podemos decir que el drive-in cinema la anticipa, y sigue con la pantalla televisiva que logra que la masa pase a ser una audiencia. Esta es un elemento cultural de carácter difuso, individual, privado y permanente, puesto que tiene contacto veinticuatro horas al día y siete días a la semana con el espectáculo. Esta idea de público atomizado es muy importante, sobre todo porque hace que la noción de público pierda el componente social, el proceso de socialización que tenían tanto el cine como el teatro, así como la mayoría de espectáculos que se daban en el espacio público, desde las actividades más populares a las más vanguardistas. Un sueño industrial vinculado con el público, que aún no se ha concretado, es el de poder tener todo el espectáculo en tus gafas, casi en tu cerebro, sin distancia afectiva, cognitiva ni crítica con la escena.
El mito de la abundancia de las plataformas digitales
Nuestra situación actual es la de las plataformas digitales. El espectador del siglo XXI, es un espectador multipantalla, un espectador conectado no solo a muchas pantallas, sino sobre todo a muchas y grandes plataformas, a estas aplicaciones en línea que quieren hacernos ver que nosotros podemos organizar el mundo dentro de estos dispositivos, que tenemos un control sobre esta organización del mundo. Lo que yo llamo “mito de la abundancia” es muy sencillo de explicar: Lewis Mumford decía que nuestra atracción por los supermercados se comprende porque nos remite a la idea del antiguo Edén, donde podemos encontrar cualquier cosa en un entorno de abundancia natural. Entonces, las plataformas digitales, que de alguna forma aprovechan este mito de la abundancia para atraer la gente hacia ellas, prometen que ahí dentro, sea en Facebook, YouTube, Netflix, Google, Instagram o Tinder, lo encontrarás todo. Ya no es solo ser espectador, sino partícipes. Es decir, que las plataformas no se venden solo como espectáculos, sino también como mundo autónomo, autosuficiente. Esta abundancia, evidentemente, es una falacia muy bien construida.
Es una falacia, primero, por lo conectivo, porque se basa en la conectividad: pasamos de la visión al infoestímulo, esa ilusión de poder acceder a muchas mercancías, usuarios, interacciones, pero que queda limitada a esta cuestión conectiva, ya que en la medida que conecto, voy descartando y dejando atrás lo que descarto con mi clic. Franco Berardi Bifo decía que hemos pasado de un mundo conjuntivo a un mundo conectivo, donde lo que se pierden son los cuerpos, y que esta conexión se plantea así porque encarna una caja de Skinner. Es decir, hay un trabajo conductista muy serio detrás del funcionamiento de estas plataformas, que se basan en refuerzos positivos, lo que los fundadores de esta corriente psicologista llamaban “condicionamientos operantes” (Skinner y Thorndike): reaccionamos positivamente ante estímulos positivos y toda la maquinaria está pensada para que los estímulos positivos se den. Por lo tanto, no estamos ante un entorno abundante, sino en un entorno muy selectivo, para que estos condicionamientos operantes puedan funcionar.
En segundo lugar, hay elementos que desmitifican y desmotan el mito de la abundancia, como el hecho que estos entornos se basan en la atomización, lo que ya desde 2011 se conoce como “filtro burbuja”. Estas plataformas diseñan cada interfaz a partir de los datos que hemos generado —de nuestros historiales de navegación, de nuestra ubicación, de todas las preferencias que hemos punteado—, y que el algoritmo dirige para hacerse una idea de nosotros, un perfil. El espectador es un perfil en un marco delimitado por la segmentación social y este viraje es importante. ¿Qué tipo de subjetividad dibuja esta perfilación, esta matematización del sujeto? El espectáculo ya no se comparte, cada pantalla tiene un diseño único y específico en función de estos filtros burbuja que nos encierran con voces demasiado parecidas a las nuestras, con lo que se produce lo que podríamos llamar un “genotropismo digital”. Léopold Szondi fue un psicopatólogo que, en 1938, hablaba de “genotropismo” para referirse a aquella atracción que sentimos o que siente la gente vinculada genéticamente entre sí. Entonces, podríamos decir que, en el internet social, el espectador 2.0 siente una atracción por aquellas personas que están meméticamente vinculadas, aquellas con quien comparte la misma información. Y, si no la siente, el algoritmo le facilita esta atracción, porque nos pone delante a un usuario parecido, un alma gemela, que hace que estemos a gusto en la aplicación. Según un estudio de Mark Kosinski (Stanford, 2012) con solo 68 likes se puede deducir la orientación política y sexual, la condición social, la estructura familiar y el origen de la persona. Es decir, las plataformas analizan, digieren y predicen, de una forma extremadamente eficaz.
El tercer elemento que tiene que ver con la desmitificación de la abundancia es el hecho que ya anticipaba: estos entornos se basan, con posterioridad al 2010, en la datificación y la predicción, que conllevan un marco comunicativo con poca diversidad y muy polarizado. Hay que considerar que incluso un café puede servir como una máquina de datos. Te tomas un café y enseguida te invitan a ganarte 300 euros en Amazon, o el sreensaver del trabajo te hace preguntas para que tú les des respuestas y así generar un banco de datos, que luego es útil para rediseñar el algoritmo que rige la plataforma. Esta datificación genera una presión por la métrica, tanto en el entorno como en el usuario. La cuantificación valida socialmente la imagen, el video o el mensaje que se comparte y lo posicionan algorítmicamente, que es lo mismo que decir que le dan visibilidad, condición de existencia.
La métrica no es inocua. Lo que no tiene respuesta, no existe en internet, por lo tanto, no existe el espectador pasivo, el flâneur. Si quieres gozar de alguna forma del espectáculo, tienes que participar, y participar te obliga a entrar en esta lógica de la métrica, la cual funciona a nivel de gratificaciones con los “condicionamientos operantes”. Pero hecha la ley, hecha la trampa: si la métrica es lo que posiciona los productos, entonces no es de extrañar que la métrica se convierta en un negocio. La artista catalana Joana Moll lo explicó en el proyecto Dating Brokers (2018), para el cual compró un millón de perfiles falsos de Tinder por ciento treinta y seis euros. Puedes comprar likes, amigos, perfiles, todo esto forma parte del mercado del espectáculo 2.0. Esto significa que las posibilidades libidinales, el goce espectatorial, acaba siendo subordinado al diseño de la propia interfaz, mientras que, en el caso del espectador de cine, las posibilidades libidinales tenían más que ver con la relación sujeto-imagen; pero aquí, esas posibilidades derivan de una construcción algorítmica muy precisa. Por eso, el tipo de contexto que se genera, es uno competitivo y adversativo, un lugar difícil para el consenso, para el simple diálogo o para el goce tranquilo. Es un lugar que dibuja un sujeto muy competitivo, siguiendo al filósofo Byung-Chul Han, un sujeto de rendimiento. Han habla de sociedad del rendimiento, donde el sujeto compite todo el día con sí mismo y con todos los otros, un ser cuantificado o quantified self, como se conoce en el ámbito anglosajón.
Por esta razón, el mito de la abundancia no funciona. No podemos olvidar que el objetivo final de estas plataformas es hacer que el usuario no abandone nunca sus lares, para extraer el máximo de datos de calidad posibles. Facebook, como paradigma de estas plataformas, pasó de ser un sitio de sociabilización tranquila (entre 2006 a 2012), donde las posibilidades de intercambio eran reales y el intercambio de información más o menos cronológico, a ser un experimento conductista o de “mercados de comportamiento futuro”, como los llamaba Shoshana Zuboff. La empresa saltó a la Bolsa, compró Instagram y Whatsapp, construyendo una corporación tech de enormes dimensiones, y empezó a monetizar las publicaciones y a vender anunciantes. De una interfaz con poca contaminación visual, sin publicidad, con información de proximidad, se pasó a una organización algorítmica de la información más compleja.
Otro elemento limitador del mito de la abundancia es lo que Barry Schwartz llamó “la paradoja de la elección” (2004), que señala que en entornos con demasiada oferta la experiencia del usuario suele ser decepcionante. En primer lugar, porque se hace muy difícil imaginar una alternativa. En segundo, por el factor comparación. Y en tercero, porque, a diferencia de entornos con pocas opciones, donde uno se siente más reconfortado con lo que hay, aquí piensas todo el tiempo en lo que no has escogido, en aquellas opciones que has dejado de lado, para escoger la tuya. Entonces, la experiencia como espectador, como usuario, acaba siendo decepcionante.
Según investigaciones, como la de Nielsen (2019), sobre el tiempo que se pierde navegando para encontrar una opción satisfactoria, demoramos de media 10 minutos al día en escoger un producto de visionado. De hecho, el CEO de Netflix, decía que el enemigo principal de la compañía no eran las otras plataformas, sino “el sueño de los espectadores”. En esta carrera para cazar la atención frágil de los usuarios, se organizan muchos crossovers, es decir, contratos de intercambio entre productos masivos de estas diferentes plataformas. Por ejemplo, puede darse un evento de Stranger Things en Fortnite o la conexión entre Tinder y Spotify, buscando construir una especie de “identidad digital única” del espectador, y así cruzar datos. Cuando cruzas estas plataformas lo que obtienes no son más datos, sino datos de mejor calidad, con el objetivo de que la predicción de los futuros comportamientos de los usuarios sea lo más precisa posible. Esta paradoja de la elección, viene también acompañada por lo que se conoce como dark patterns, o “patrones oscuros”, que son aquellos tipos de diseños que hacen que salir de la aplicación sea muy complicado. La interfaz tiene sus estrategias de diseño propias para fomentar la fidelización; algunas son gratificantes, otras, como estas, se basan en la confusión.
De la sociedad del espectáculo a la sociedad de la vigilancia y el control
En el texto Postscript on the Societies of Control (Deleuze, 1992) se habla de que hemos pasado desde una sociedad disciplinaria a una sociedad del control, basada en tres elementos: la economía financiera, la tecnología y los procesos de informatización de nuestra vida, y el control biométrico. Deleuze utilizaba una ficción, una prosa de Félix Guattari, para plantear una sociedad donde todos tendríamos un collar electrónico que nos permitiría salir y entrar de nuestro vecindario y, a la vez, acumular puntos en función de nuestro comportamiento social o ser desactivados ante actitudes no adecuadas socialmente. El texto anticipa la tecnología basada en la biometría y todas las CoronaApp —aplicaciones de rastreo y monitoreo del COVID-19— que se han desarrollado a propósito de la pandemia. En España, la Data Covid Act, permitió el rastreo de cuarenta millones de móviles con la complicidad de las teleoperadoras para evitar posibles contagios. Deleuze añade que este contexto de control dibujaría una sociedad muy competitiva, en la cual la motivación principal serían los incentivos, los concursos y la rivalidad entre dividuos (su versión de los individuos, pero recalcando la idea de sociedad atomizada). Esto, en realidad, es lo que hace el espectador 2.0 cuando rellena formularios, responde encuestas, puntúa los productos que consume. Es la figura del usuario, que hace unos años se entendía en forma propositiva como aquel sujeto capaz de usar o de intervenir en los contextos culturales, y que hoy en día aparece como el “ciudadano digital único”, que no cesa de producir datos desde estas plataformas digitales. En el momento que normalizamos estas herramientas, que tienen un objetivo sanitario concreto y que pueden ser muy útiles, dejamos de ver que son las mismas que se aplican a nuestro entorno cultural inmediato y dejan de tener un objetivo sanitario para tener uno lúdico-cultural. Las plataformas sociales son espacios de rastreo, de monitoreo y de control. Son también plataformas de extracción de valor de la socialización que, como decía Bernard Stiegler, proletizan la mente humana a través de la extracción de valor del sistema nervioso, normalizando este paso del espectáculo al control. Un sistema nervioso que responde más fácilmente a las emociones extremas, tanto a las positivas, las que excitan o emocionan, como a las negativas, las que desprenden la ira, el odio o el pánico.
Con la pandemia hemos normalizado el lurking, esa especie de voyeurismo desbordante que te permite intervenir en el lado contrario y mirar al otro desde una praxis controladora. Con el confinamiento, si bien al principio estábamos desconcertados, enseguida se apoderó de nosotros esta violencia estructural que rondaba por todos los medios de comunicación, donde se equiparaba “el vigilar con el castigar”, para decirlo como Foucault. Es decir, hemos hecho del panóptico un espacio de entretenimiento espectacular y de castigo. Podemos castigar asumiendo un rol de haters digitales con populares prácticas de desprestigio personal que van desde postear un comentario, colgar un video o hacer una campaña para hundir a alguien. La impunidad del odio en las redes sociales es total porque moviliza el clic fácil, el clickbait.
En la sociedad del control se le da más poder a las empresas que ostentan la tecnología y que pueden controlar o monitorizar al sujeto que la usa. Los gadgets como el Neuralink, propuesto por Elon Musk, que al principio se venden como herramientas terapéuticas, como un chip intracraneal que puede modificar los neurotransmisores y eliminar, por ejemplo, la depresión o corregir la ceguera. Este microchip puede servir para la telepatía o proyectos lúdicos, para activar el Tesla o jugar en línea desde el propio microchip. Entonces, ya no se trata de organizar el mundo del espectáculo (como se decía al principio del texto), sino de que directamente estás dentro de él, te conviertes en una especie de prótesis del propio espectáculo. Esto tiene un carácter distópico muy poderoso. ¿Cuál es el problema? Que no se considera a la persona como un sujeto, sino como un usuario, y se podría deducir que la depresión es un problema electrónico. Aquí el lugar del usuario es un lugar anémico, reducido a esta conectividad, algo que pasa a ser un nódulo más dentro de un circuito sintáctico y que queda en manos de una máquina.
Aunque aún quedan muchos años para que el Neuralink se integre socialmente, este panorama dibuja un espectador que de golpe tiene acceso a posibilidades lúdicas inimaginables; con la idea de que con un chip en la cabeza puedo ser cualquiera, puedo viajar a cualquier lugar, como los protagonistas de la película futurista Ready Player One (2018), con su software de realidad virtual Oasis. Pero estos gadgets, a la larga, hacen que perdamos el control sobre nuestra condición de espectadores, incidiendo en lo más íntimo que tenemos, en lo más propio: nuestro cerebro, el último eslabón de la cadena humana. A finales de los 80, Guy Debord hablaba del espectáculo integrado, y con estos gadgets tecnológicos vemos, precisamente, cómo culmina el sueño del espectáculo integrado. En el documental de la televisión de Corea del Sur Meeting you (2019) se muestra el proceso de construcción de una memoria artificial, a partir de la recolección de datos de una niña que está muerta y que resucitan digitalmente para interactuar con su madre, experiencia ya había anticipado Charlie Brooker con su episodio “Be Right Back” (2013) de la serie Black Mirror (Channel4). Esto nos sitúa en una relación muy compleja con el espectáculo, en la que, si no hay un acompañamiento de un corpus ético y una gran reflexión cultural, podemos directamente perder el control de lo que significa ser un espectador del siglo XXI.
El protocolo sanitario post COVID y los rituales culturales
Hemos revisado hasta aquí cómo ha cambiado el lugar del espectador en relación a la pantalla, a los procesos de inmersión y a la participación. También, cómo este espectador del siglo XXI, del capitalismo de las plataformas lúdicas y sociales, se alimenta del mito de la abundancia, que es muy fácil de deconstruir si entendemos cómo funciona, y qué tipo de sujeto espectatorial están diseñando. Ahora, toca abrir preguntas sobre el espectador cultural en plena pandemia, en confinamiento global, y cómo lo hemos vivido. Aquí en Barcelona, la mayoría de las actividades culturales se han realizado en línea, como en una operación global, que ha aumentado significativamente el “capitalismo de plataformas”. El crecimiento del tráfico de estas plataformas ha sido ingente. Solo en Estados Unidos, Amazon contrató cien mil personas y el tráfico de YouTube aumentó en un 75 por ciento. Incluso especialistas, como el prestigioso sociólogo David Harvey, han empezado a hablar de la Netflix economy (2020). La vida pasó a ser en línea, con momentos buenos que luego nos saturaron, porque son entornos que funcionan de estas formas tan conectivas, polarizadas, segmentadas y competitivas. La mediación cultural del ecosistema digital conectado nos ha salvado del paso, sobre todo a la hora de dar a ver las propuestas escénicas, imposibles de realizar en su espacio natural. El portal de teatro en línea Teatroteca aumentó notablemente sus suscriptores y portales de video a la carta, y una plataforma de cinefilia muy cuidada como Filmin creció, proporcionalmente, más que las grandes plataformas norteamericanas (Netflix, HBO, Disney+, Prime Video Amazon).
En el caso del espectáculo mediático televisivo, la mayoría de los programas ha optado por un público virtual, por hacer desparecer el público, pero, en aquellos casos donde era necesario, lo instalaban de forma virtual, porque sin el público, no hay espectáculo. Uno de los casos más aplaudidos fue el de Operación Triunfo (TVE). El otro gesto ha sido el de los crossovers, como por ejemplo con el estreno de piezas musicales de Travis Scott en Fortnite, con un seguimiento de todos los gamers y los influencers, al que se conectaron millones de personas. Nunca un concierto había sido tan recurrido, hablamos de megamasas virtuales. Lo que nos lleva a algunas preguntas sobre este consumo cultural.
En primer lugar: evidenciar las limitaciones de lo virtual, de las pantallas virtuales, la necesidad de convocar de nuevo a la asamblea, el público físico, aquello que nos permite incluso desaparecer, pero en compañía de otros. Hay muchas veces que queremos ir a ver una obra de teatro o escuchar un concierto para huir de nuestra contingencia, de nuestro entorno inmediato, disfrazarnos con una segunda piel, lo que no permiten estos entornos virtuales. En segundo lugar, la pregunta por el poder de estas empresas, que funcionan como monopolios. Por ejemplo, toda la educación española ha pasado a manos de Google, toda la educación virtual y la comunicación virtual con las familias se tramita a través de esta empresa privada, aunque la AFA (Asociación de Familias de Alumnos), junto con Xnet han abierto una campaña para desvincular ambos servicios.
No ha habido un momento para pensar cuáles son las mejores herramientas que necesitamos para diseñar el actual contexto social y cultural. Finalmente, cabe añadir la pregunta por las políticas de aforo limitado. Ahora todo lo que es físico-presente, tiene aforos limitados y, para una entrada tienes que conectarte en línea, con lo que mucha gente queda fuera. La brecha digital, la edad y toda esa diversidad de públicos, que se estaba gestando hace muchos años, desde las políticas culturales, han quedado dinamitadas de golpe: las medidas tecnológicas terminaron uniformizado a todos los públicos. O compras en línea o quedas fuera. Por eso, se tendrá que pensar cómo gestionar estas comunidades culturales para las que se había velado y que ahora han quedado atomizadas en sus casas, y que solo pueden conectarse con nosotros a través de las interfaces. ¿Cuál será el retorno social de la cultura? Si solo puede haber aforos muy limitados, ¿se generarán nuevas pobrezas culturales, más disparidad entre aquellos que pueden acceder a estas actividades y los que no? En fin, son muchas preguntas y retos que la pandemia nos ha puesto encima de la mesa, y por eso se ha tan necesaria la reflexión sobre el lugar del espectador y de los públicos, como un ámbito esencial de la cultura del siglo XXI.
Ingrid Guardiola.[2]Profesora asociada en la Universidad de Girona, programadora audiovisual, directora y ensayista. Desde estas facetas ha contribuido a la reflexión y al debate acerca del rol de las imágenes y de … Continue reading
↑1 | Este artículo corresponde a la conferencia dictada por Ingrid Guardiola en el II Seminario Internacional de Desarrollo de Públicos y Cultura Digital, organizado en el mes de noviembre de 2020 por la Unidad de Programación y Públicos del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. |
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↑2 | Profesora asociada en la Universidad de Girona, programadora audiovisual, directora y ensayista. Desde estas facetas ha contribuido a la reflexión y al debate acerca del rol de las imágenes y de los dispositivos tecnológicos en el mundo contemporáneo. Como realizadora ha comisariado y cocreado los contenidos del canal audiovisual Soy Cámara –el programa del CCCB, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (2010-2020) y ha dirigido el largometraje documental Casa de nadie (CCCB, Boogaloo Films, Open Society Foundations). Es autora de El ojo y la navaja: un ensayo sobre el mundo como interfaz (2019, Arcadia) y colaboradora en diferentes medios (Diari Ara, Planta Baixa). Actualmente prepara una exposición sobre El espectador para el Museo del Cine de Girona junto con Andrés Hispano y Félix Pérez-Hita. |