Sobre el impacto que tendrían los medios de comunicación sobre las personas y, por extensión, en la sociedad y sobre la cultura mucho se ha escrito ya desde fines de los años veinte en el siglo pasado hasta nuestra contemporaneidad. Pero no porque exista mucha escritura académica y de divulgación, podemos decir que las relaciones e influencias estén acotadas con claridad y totalmente delimitadas.
De lo que sí estamos seguros es de los sentidos comunes sociales, políticos e intelectuales sobre la comunicación mediática y la cultura, entre ellos: 1) los medios —en particular la TV— vulgarizan la cultura hasta convertirla en un mero sucedáneo, 2) como se trata de comunicación a grandes audiencias, la cultura pierde espesor y densidad, banalizándose, 3) las masas no pueden comprender, ni alcanzan a valorar estéticamente los productos culturales, prefiriendo aquellos que no demanden esfuerzo intelectivo, 4) la cultura en TV no vende (Rodríguez Ferrándiz, 2012). En fin, podríamos elaborar una lista aún más extensa con aquellas frases que emanan no solo, como se cree, del vulgo, sino que sobre todo, de burócratas y académicos que siempre están preocupados por lo que supuestamente le hace la TV —con sus contenidos— a la gente o, en el caso de los segundos, por mantener el rango de exclusividad para enseñar la cultura. En cualquiera de los casos, lo que se evidencia es un desconocimiento de los significados y de la importancia social y política de los medios de comunicación para la configuración de las percepciones sobre nuestras democracias, para la construcción de nuestras memorias y para la producción de unas identidades siempre cambiantes.
Todos los sentidos comunes arriba señalados se ponen en tensión toda vez que en la TV —sobre todo abierta— los programas llamados culturales obtienen altas sintonías en Chile, como si se tratara de algo excepcional o casual. Es más, deberíamos decir que esto no es reductible a pensarse como anécdota. Algunos magazines de horario prime, cada vez con mayor frecuencia, obtienen alto rating cuando proponen temas antes considerados serios o latosos. Para ilustrar estas afirmaciones podemos ejemplificar con el programa de Red Televisión Mentiras verdaderas que se atrevió a dedicarle una hora al premiado documental El diario de Agustín, entrevistando en vivo y en directo a su director y productor: Ignacio Agüero y Fernando Villagrán, respectivamente. Probablemente los casos más significativos sean los programas que se han transmitido en relación con la conmemoración de los 40 años del Golpe Militar, que van desde los periodísticos y documentales propiamente tales (por ejemplo Imágenes prohibidas, producido por Chilevisión), hasta series de ficción basadas en libros como Los zarpazos del puma, de la periodista Patricia Verdugo (Ecos del desierto), transmitida también por Chilevisión.
¿Qué es lo interesante de lo hasta ahora descrito? Primero, estamos hablando de más de un programa, por lo que echa por tierra el sentido común que establece que la cultura “vende” de modo episódico y casuístico. Segundo, todos los productos televisivos, en sus distintos géneros y formatos, invitan al espectador a reflexionar, a estar de acuerdo o a disentir, no solo sobre el pasado, sino sobre todo de su presente. Pero en cualquier caso, lo que queda proscrito es la pasividad del televidente frente a lo observado. Si fuéramos positivos, debiéramos decir que estamos ante una tendencia que se podría profundizar en el corto plazo. Sin embargo, nada nos faculta para tanta temeridad: no nos olvidemos de que estamos frente a productos finalmente comerciales cuya lógica mercantil, dependiendo del momento, se torna oscilante. Y, además, pareciera que existe una compulsión por un bombardeo total con imágenes que no solo cuesta procesar, sino que pareciera, por su misma rapidez y abundancia, saturar toda posibilidad intelectiva. Esto implica que un esfuerzo tal por dar a conocer el pasado trágico necesita verificarse como una propuesta permanente, como una política televisiva sostenida, constante y dosificada en el tiempo.
Pasemos, ahora, a revisar algunas reflexiones en torno al problema de la comunicación, la cultura y la sociedad, antes de proponer algunas salidas tentativas para la comprensión del debate y para situarlo en los contextos en que se produce.
Medios
La clave, creemos, está en el sentido que le asignemos a los componentes de la tríada: medios, cultura y sociedad. En efecto, si pensamos que los medios son estrictamente soportes para el envío de unos mensajes (concebidos solo como contenidos), nuestra perspectiva supondrá que los medios tienen efectos sobre una manera de estar de la sociedad que la concibe de modo pasivo, siempre dispuesta a ser moldeada por el influjo, cada vez más incesante, del material mediático. La paradoja de esto radica en que la relación con la cultura que se podría establecer es más bien de corte impositivo y acrítico, es decir, que va desde los productores de mensajes a un público, a priori prefigurado. Estas nociones han sido desarrolladas hasta mediados del siglo XX —y hoy reformuladas y actualizadas—, en particular, aunque no exclusivamente, por algunos de los enfoques de la comunicación de tipo administrativo e instrumental, simbolizados por la investigación en comunicación estadounidense, (CFR. Torrico, 2010; Lozano, 1997; Entel, 1995; Mattelart, 1997 y Wolf, 1993 ) y cuyas preocupaciones centrales giraban en torno a medir los supuestos efectos de los medios sobre las personas en una primera instancia para luego, en un segundo momento, caracterizarlos y provocarlos. La idea de manipulación de las masas se trasluce en estas proposiciones.
Bajo el paradigma anterior, los medios podrían jugar un rol central en la promoción de la democracia y en la democratización de la cultura, posibilitando su acceso a millones de personas o bien, dicen los críticos en un pensamiento que ha sido calificado como apocalíptico, los medios alienarían a las personas que los consumen, pues lo que se transmitiría sería una vulgarización estandarizada y sistemática de unos productos que han perdido todo abolengo y que no pueden incitar a ningún tipo de distanciamiento reflexivo de la sociedad (Eco, 1984). La clave aquí podría estar en alentar a los medios a entregar los marcos comprensivos (amplios y analíticos) bajo los cuales están leyendo la realidad y construyendo sus representaciones sobre la cultura, la historia y la sociedad.
En nuestro país —y también en otras latitudes— aquella postura que sostiene la pasividad de la sociedad es la que campea, soterradamente, cuando hay que referirse a programas como los realities u otros cuyo motor es, por ejemplo, la justicia televisada (como La jueza). De todos modos, ni la televisión ataca a la gente, ni la gente es una tábula rasa dispuesta a ser colonizada incesantemente por los contenidos televisivos. Otra cosa es decir que aquellos programas son de mala calidad o bien lo único que propondrían a las audiencias serían unos personajes y sujetos estereotipados y en las situaciones más anodinas. Otra cosa es manifestar, también, nuestro descuerdo por los mundos posibles proyectados en tales instancias, monotemáticos y restringidos, construidos solo sobre los aspectos más negativos de la sociedad, como si esa fuera la única realidad imaginada. En todo caso, proponemos un acercamiento analítico al fenómeno, antes que demonizarlo y censurarlo sin más.[1]Muchas de las quejas que el Consejo Nacional de Televisión recibe pueden ser clasificadas bajo el rótulo de “problemas sobre el contenido de los programas” en los que la clave son el tipo de … Continue reading
La televisión no solo es un soporte por el que se envían masivamente unos mensajes: es una agencia[2]La noción de agencia aquí la empleamos para caracterizar a los medios como aquellos lugares institucionales en los que se elaboran “categorías y pautas de interpretación que sirven para definir … Continue reading desde la cual las personas y la sociedad —por qué no decirlo— extraen un repertorio de términos que les ayudan a nombrar y referirse a la realidad. De ahí que es importante reparar en los tipos de programas que se transmiten muchas veces hegemonizando las parrillas programáticas de la empresas mediales, en desmedro de otros programas que directa mente podemos calificar como culturales. Y la agencia mediática, pensemos en la televisión, sobre todo, no solo es un artificio técnico (en su sentido meramente instrumental) es un espacio en el que se plantean y configuran unas tipologías de relaciones sociales, unas modalidades de vincularse con el mundo, contextualizadas por las condiciones históricas de los sujetos. Nos estamos amparando en los desarrollos realizados por Raymond Williams tanto en Historia de la comunicación (1992) como en su texto Televisión (2011). En el primero de ellos, así entiende el autor británico la noción comunicación: “(…) las comunicaciones son siempre una forma de relación social, y los sistemas de comunicaciones deben considerarse siempre instituciones sociales” (1992:183). Cuando pensamos desde esta perspectiva cobra relevancia preguntarse y analizar el tipo real de relaciones sociales promovidas por los espacios de TV que actualmente se producen y cómo posibilitar y ayudar a la reflexión social de lo que se consume en pantalla (para el cine se ha pensado en la formación de audiencias para mejorar la expectación de películas).
Desde aquí situados, programas como el de Kike Morandé u otro magazine similar deberían dejar de ser observados como si fueran ideológicamente neutros o meramente de entretención, porque en ellos se reelabora la realidad, claro, una específica en la que se proponen sentidos sociales, construcciones de unos tipos identitarios y unas formas más o menos estereotipadas de ver a los sujetos. En otras palabras, se produce toda una elaboración de un sentido común social.
Por tanto, desde aquí estamos habilitados para intentar abandonar el pensamiento extendido en nuestro país que supone que por el cansancio del día el hombre común, después de que sale del trabajo, no estaría en condiciones de ver nada sesudo, nada que demande el ejercicio crítico de la razón. La idea que recoge esta postura, vuelta sentido común, es un público que reacciona ante los medios, como ya hemos referido, más que una audiencia que, por ejemplo, cuando ve televisión despliega unas lecturas plurales frente a lo visto y que, en esa misma actividad, podría estar de acuerdo con los términos en que se plantean los programas, en desacuerdo o, simplemente, negociando sus posiciones con lo observado, tal como advirtiera el intelectual jamaiquino Stuart Hallen el texto Codificación y decodificación en el discurso televisivo (2004).
Cultura y masas
Los sentidos comunes sobre la función de los medios se relacionan estrechamente con la comprensión que tengamos de la categoría cultura. Evidentemente es factible mencionar varias entradas para su caracterización. Una posible, dice relación con aquella idea que supone que las industrias culturales —entre ellas la televisión— la degradarían, pues por la misma lógica de la producción mediática se tendería a su estandarización y homogeneización debido a la producción seriada, como antes habíamos adelantado. De algún modo la categoría cultura, entendida de modo restrictivo, dice relación con lo que podemos llamar docto o elevado y que al ser mediatizado perdería todo valor estético en beneficio de su pura fruición. Se trataría de una cultura vulgarizada, sin calidad, solo apta para el sujeto masivo, para aquel que no ha sido iniciado en las artes, para aquel que no podría entender lo que ve, escucha y oye.
Bajo esta noción de cultura, que entiende el término solo como alta cultura en oposición a una baja cultura, plebeya y empobrecida, se comprenden algunos sentidos comunes que la propia industria mediática, programadores y publicistas, todos incluidos, tienen al pensar que lo que puede ver el público es un conjunto de programas que no demanden tiempo en su decodificación. Sin embargo, si uno sostiene que los medios con sus programas pueden servir para pensar, el imaginario de las relaciones medios-cultura y sociedad cambia rotundamente.
Entonces, se vuelve pertinente preguntarse —la interrogación es antigua, por cierto— ¿qué hace el público con lo que ve?, ¿en qué lo convierte?, ¿para qué le sirve? Si nos centramos en la contingencia televisiva y mediática, podríamos decir que para muchas cosas y, entre ellas, la comprensión de la sociedad, la comprensión del presente y de la vida histórica de su país, por ejemplo. ¿No es esto lo que ocurrió con todos los programas y especiales sobre las conmemoración de los 40 años del Golpe Militar? La pregunta incluye su respuesta: la sociedad no puede caracterizarse como un masa que recepciona dócilmente lo que ve, escucha o lee y, por tanto, necesita ser considerada de otra manera. Más bien estamos frente a públicos heterogéneos cuya relación con los medios es dinámica. Aunque suene un lugar común, es pertinente no perderlo de vista: el público no es tonto. Más bien, son las escasas posibilidades que en televisión abierta se le dan a ciertos contenidos, a ciertas formas culturales las que son restrictivas y unidimensionales. Y, como el público de acuerdo con sus posibilidades materiales, dialoga con lo que ve, es la televisión, en todos sus niveles la que debiera contribuir al diálogo social y a la problematización de su entorno.
¿Qué sería la cultura, entonces, bajo estos parámetros ampliados? Para responder debemos decir que se debe abandonar la fijación del sentido del término expresado en la fórmula de alta cultura versus una baja cultura caracterizada como cultura de masas. En otras palabras, debemos escamotear aquellos emplazamientos que contraponen, de modo irreductible, lo culto de lo masivo, las bibliotecas, por ejemplo, del cine o la televisión (Cevasco, 2003: 50). En otras palabras, se requiere evitar la entronización de la llamada razón dualista, aquella razón que le niega a lo masivo[3]Entonces, podríamos decir que no existen las masas “solo modos de ver a los otros como masa” (Cevasco, 2003:68). sus credenciales de existencia y posibilidad (CRF Martín Barbero, 1998).
María Elisa Cevasco, analizando el título del ensayo del británico Raymond Williams Culture is ordinary(1958), señala que “la cultura es la experiencia ordinaria” (2003:51). Podríamos decir que esto resulta ser algo evidente y que una perspectiva tal es relevante “para el entendimiento de la organización de la sociedad” (2003:51).
¿Qué consecuencias puede tener esta postura frente a la cultura? Una que aparece con claridad y que podría ser más apropiada para las democracias o, mejor dicho, debieran promover nuestras actuales democracias: “La cultura es de todos: tenemos que comenzar por allí” (Cevasco, 2003:52). Sin lugar a dudas, estamos frente a una posición difusionista que trata de generalizar la cultura a todas las clases sociales, no importando si es un producto artístico (en su sentido tradicional) o es un producto de la llamada industria cultural, como lo serían los programas elaborados por los medios de comunicación. ¿Qué es lo importante de este giro? La cultura deja de ser una reserva concebida por y para una minoría y se vuelve susceptible de ser aprehendida por un colectivo. Se trata en otras palabras de entender la cultura como una cultura común, de pensarla de modo compartido y no exclusivo como parcela de intelectuales o artistas.
En relación con una noción de cultura compartida, dice María Elisa Cevasco:
“Los medios de comunicación de masas son la condición técnica necesaria para la creación de una cultura común. El hecho de que independientemente del desarrollo alcanzado porestos medios esa aspiración continúe lejana es una exposición, un juicio y una condena sobre la calidad de esa sociedad” (2003:78).
La creación de una cultura común implicará, por tanto, una labor que considere a los medios tanto como productores de sentidos y no solo de mensajes y, también, a las audiencias como productoras de comunicación antes que como cajas reproductoras de significados creados en otros lados. Siguiendo, nuevamente, a Jesús Martín Barbero, la televisión siendo una agencia desde la que las personas comunes y corrientes extra en interpretaciones, nomenclaturas y categorías para nombrar y relacionarse en algún modo con sus propias realidades, también podría considerarse como un espacio estratégico, ya que ocuparía un lugar central “en las dinámicas de la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación de las sensibilidades, en los modos de construir imaginarios e identidades” (1998:31). La televisión así presentada se convertiría en una verdadera “experiencia audiovisual” (Martín Barbero, 1998: 37)
Si la televisión es un espacio estratégico en la que se puede promover una cultura común, es decir como hemos puntualizado, una cultura compartida, cobra pertinencia la siguiente pegunta ¿la televisión chilena expresada en sus múltiples programas estaría dispuesta a comprender este giro? En otras palabras, ¿la televisión chilena, más allá de las lógicas comerciales, puede promover espacios reflexivos, permanentes y sistemáticos que contribuyan a que la sociedad piense su pasado sedimentado en su presente? La idea es que espacios como los programas que conmemoran el Golpe Militar sean algo más que un oasis mediático.
Referencias bibliográficas
Cevasco, María Elisa (2003): Para leer a Raymond Williams, Buenos Aires, Ediciones Universidad Nacional de Quilmes.
Eco, Umberto (1884): Apocalíticos e integrados, Barcelona, Lumen.
Entel, Alicia (1995): Teorías de la Comunicación. Cuadros de época y pasiones de sujetos, Buenos Aires, Fundación Universidad a Distancia “Hernandarias”.
Hall, Stuart (2004): Codificación y decodificación en el discurso televisivo, CIC: Cuadernos de información y comunicación, nº 9.
Lozano, José Carlos (1997): Teoría e investigación de la comunicación de masas, Ciudad de México, Longman de México Editores.
Martín Barbero, Jesús (1998): De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Bogotá, Convenio Andrés Bello-Gustavo Gili.
Martín Barbero, Jesús y Fabio López de la Roche (1998): Cultura, medios y sociedad, Bogotá, Ces/Universidad Nacional.
Rodríguez Ferrándiz, Raúl (2012): Cultura de masas. Una antología crítica, Valencia, Universidad de Valencia.
Mattelart, Armand (1997): Historia de las teorías de la comunicación, Barcelona, Paidós.
Sunkel, Guillermo (1983): El Mercurio: 10 años de educación político-ideológica 1969-1979, Santiago de Chile, Estudios ILET.
Torrico, Erick (2010): Comunicación. De las matrices a los enfoques, Quito, Intiyán Ediciones.
Williams, Raymond (1992): Historia de la Comunicación, Barcelona, Bosch.
Williams, Raymond (2011): Televisión: tecnología y forma cultural, Barcelona, Paidós.
Wolf, Mauro (1993): La investigación de la comunicación de masas, Barcelona, Paidós.
Claudio Salinas Muñoz.[4]Doctor (c) en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Periodista, Licenciado en Historia. Académico del Instituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de Chile. Coautor de La butaca de … Continue reading
↑1 | Muchas de las quejas que el Consejo Nacional de Televisión recibe pueden ser clasificadas bajo el rótulo de “problemas sobre el contenido de los programas” en los que la clave son el tipo de representación de grupos, personas e instituciones. Es posible, sin embargo, advertir una ausencia: la contextualización y la problematización de lo que se ve en pantalla y, por cierto, una preocupación mayor a la trivial de lo que no aparece en televisión y que podría ayudarnos a comprender nuestra situación presente. |
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↑2 | La noción de agencia aquí la empleamos para caracterizar a los medios como aquellos lugares institucionales en los que se elaboran “categorías y pautas de interpretación que sirven para definir la realidad” (Sunkel, 1983:23). |
↑3 | Entonces, podríamos decir que no existen las masas “solo modos de ver a los otros como masa” (Cevasco, 2003:68). |
↑4 | Doctor (c) en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Periodista, Licenciado en Historia. Académico del Instituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de Chile. Coautor de La butaca de los comunes. La crítica de cine y los imaginarios de la modernización en Chile (Cuarto Propio, 2013), Historia del cine experimental en la Universidad de Chile (Uqbar, 2008) y Los amigos del “Dr.” Schafer (Random House, 2006). |